martes, 4 de septiembre de 2018

PATRICIA o el arte de aprender a vivir Cap. 1






I


       Aquella mañana de mayo, una neblina grisácea, provocada por la contaminación, convertía Madrid en un paraje casi de ciencia ficción. La M-30 y la M-40 engullían en su vorágine cuantos coches afluían a ellas por los cuatro costados. Aferrado al volante de mi discreto cupé, empezaba a sentirme desorientado. Los cruces se sucedían vertiginosamente y todos parecían igualmente inesperados y fugaces, en aquella marabunta de conductores enloquecidos, que se pegaban a mi tubo de escape, como queriendo sodomizar mi maletero. 

       No daba tiempo de leer ni de concentrarse en los carteles, los desvíos quedaban atrás, antes de poder decidir si tomarlos o no. Siempre he tenido problemas con los indicadores de carretera, sobre todo, si mezclamos mi “velocidad constante” de 160 kilómetros por hora y la sedante abstracción, que, lo que estaba a punto de ocurrir, operaba en mis pensamientos. 

      Me sentía provinciano y pueblerino y todo mi poder de “directivo próspero en la cúspide” y “ejecutivo agresivo”, se quedaba eclipsado en aquella locura de anónimos pilotos suicidas que me convertían en un pardillo asustado e indefenso. La música del casette con mis temas preferidos no paraba de sonar. La había grabado especialmente para la ocasión, tema a tema, y era lo único que me acompañaba gratamente junto a mis pensamientos.

    Con mano insegura y sin dejar de mirar al frente, vigilante, sorteando aquellos locos, que se cruzaban en mi camino con audacia circense, tanteé el dispositivo de manos libres de mi teléfono móvil en pos de una ayuda que me iluminase para salir de aquel infierno. No tenía más que pulsar un botón y sabía que ella estaría al otro lado, solícita y amable, dispuesta a ayudarme en cuanto fuera necesario, como era su obligación y yo esperaba, que también, su devoción. Pero esta vez, aquella dulce voz, que siempre me hacía pensar en las actrices de doblaje de las películas de Walt Disney, que tantas veces me había hecho sumergir en idílicas fantasías, me contestaba, simulando acento mexicano, que “ahorita” no estaba disponible y que si quería dejar un “recadito”, lo hiciera después de sonar la señal.

       - ¡Me cago en...! – un golpe seco sobre el volante descargó toda la ira que había estado acumulando durante la travesía.

    Pulsé el botón de cierre y volví a conectar con la esperanza de que esta vez me contestara. Nuevamente el jocoso mensaje, que otras veces me había hecho reír, pero que ahora, maldita la gracia que me hacía.

        -Patricia, soy Rodrigo, –intenté hablar con naturalidad- ya he llegado a Madrid, pero no se qué dirección he de seguir... Creo que ya he dado dos o tres vueltas alrededor de la ciudad y no soy capaz de salir de este enjambre de locos... Llámame en cuanto te sea posible, y  me orientas. Gracias. 

      Volví a cortar y me aproximé al carril de la derecha para meterme por la siguiente salida. Daba igual la que fuera, necesitaba salir de allí, parar el motor y estirar las piernas, dejar el puto coche, que me aprisionaba como una gran concha, y oxigenar mis pensamientos, que ya habían empezado a marchitarse en sus propios efluvios.

        Un gran vacío me presionaba el pecho. Necesitaba relajar toda la excitación, que había ido en aumento, a lo largo de los más de quinientos kilómetros que llevaba recorridos. No terminaba de entender muy bien por qué, pero algo me decaía  que estaba a las puertas de comenzar una etapa muy importante en mi vida, algo grande y glorioso que, anhelado y soñado desde el último fin de año, estaba a punto de materializarse y llenarla de nuevos contenidos.

      - Eres tonto - pensé en voz alta, como cada vez que practico la autocrítica, hablándome en segunda persona - estás entusiasmado como un crío de quince años, por una insinuación de treinta segundos, hecha hace casi medio año por una jovencita borracha… No te entiendo, la verdad… pero, la vas a cagar, seguro que la vas a cagar… estás totalmente perdido...

        Paré el coche delante de la terraza de un pequeño chiringuito. Los viejos, sentados al suave sol de la primavera, me miraban con descaro y un revoloteo de chiquillos se organizó alrededor del coche. Estaba en uno de los barrios marginales que rodean la capital y mi pinta de ejecutivo de revista, trajeado y encorbatado,  parecía desentonar en aquel decorado de bloques enjambre, con ropa tendida en todas las ventanas y polvorientas aceras, más que la presencia de un cura en una reunión de anarquistas.

       Me sentía observado, como muchas otras veces, pero esta vez no me agradaba nada, me hacía sentir incómodo. Me senté en una de las destartaladas mesas de aluminio de la terraza, al lado del coche, me aflojé el nudo de la corbata y desabroché el botón del cuello de la flamante camisa, que había estrenado para la ocasión. Dejé el minúsculo móvil sobre la mesa y luego, instintivamente, lo guardé en uno de los bolsillos de la americana, no por desconfianza, sino porque esta vez no me sentía importante con toda la parafernalia de accesorios de ostentación de la que, a menudo hacía gala, al contrario, me sentía incómodo y lo que más me hubiera gustado en ese momento, era ser uno más en aquella parroquia y poder haber contado con un amigo entre aquella gente, a quien poder confiar lo que me estaba sucediendo y de quien poder solicitar una opinión sincera.

      Decirle que, por primera vez en mucho tiempo, me sentía inseguro, como perdido,  tal vez, porque me disponía a jugar una partida doble, donde mis sentimientos eran la apuesta más cara en la parte del juego que ofrecía menos seguridad.

       O, tal vez, porque al contemplar a aquellas gentes jugando al dominó o a las cartas, en la terraza, con sus cortos de cerveza y sus chatos de vino, compartiendo tabaco y discutiendo apasionadamente las banalidades del juego, me di cuenta de que no tenía amigos, de que la última vez que había tenido uno, lo había perdido, porque andaba muy ocupado en forjarme una carrera. Ahora era un triunfador, como me gustaba definirme, que no tenía a nadie a quien confiar mis más elementales confidencias.

La cerveza no estaba muy fría y no me habían puesto vaso, pero aquel día todo me daba igual. Necesitaba organizar mis pensamientos y no lo había logrado en toda la mañana. Eso me ponía nervioso, no soportaba sentir que una situación se escapaba a mi control y ésta había estado fuera de control desde el preciso instante de su comienzo, que ni siquiera tenia claro cual había sido, si había principio alguno, que no fuera una fantasía de mi mente, recalentada de días y días de darle vueltas a aquel asunto.





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