II
Recordaba vagamente el primer encuentro con Patricia, hacía casi un año, en el aula de formación de la empresa. Yo impartía clase, como de costumbre, para un grupo de nuevos ejecutivos.
Desde lo alto de mi tarima dominaba el ambiente y me sentía poderoso y admirado, totalmente metido en mi papel de gurú, hablando con gravedad de temas que dominaba a la perfección.
Un cursillo más para una nueva tanda de futuros jefes. Me sabía observado y actuaba dejándome llevar por esa especie de erótica del poder, mi palabra era ley y mi opinión doctrina y todo el auditorio atendía, como siempre, mis más leves observaciones.
Eran siempre grupos reducidos, diez o doce jóvenes con muchas ganas de aprender a comerse el mundo, que escuchaban embelesados cada una de mis palabras y anotaban fielmente cada una de mis sentencias.
Ella estaba en el centro de la sala, hacia el fondo, su cara de niña, de formas suaves y redondeadas, salvo por su particular belleza, no despertó en mí el mayor interés. Me tomaba mi trabajo muy en serio y debía hacer, de aquellos críos inexpertos, nuevos ejecutivos de colmillos retorcidos, capaces de dominar las situaciones más extremas y controlar a sus equipos de producción para sacar de ellos el máximo partido.
- El buen jefe oye, pero no siempre escucha –dictaminaba- entiende, pero no comprende. Debéis ser capaces de transmitir la filosofía de la Empresa en cada momento del día, en cada acción, por banal que resulte, hacer que vuestra gente crea en nuestros principios, como en un dogma de fe y se conduzcan fieles a vuestros consejos. Ello os facilitará el camino hacia el éxito y os abrirá las puertas de los mejores resultados.
Ella me miraba con atención e intentaba memorizar cada una de mis palabras, como todos, en la intención de emular a quien, habiendo empezado desde lo más bajo, había llegado a ser el número dos de aquella gran multinacional (era mi discurso favorito, que, aunque cierto, a mí me gustaba adornar con florituras, casi épicas, para enfatizar la igualdad de posibilidades de la que tenían el privilegio de disfrutar) y, como todos, admiraba mi sencillez y mi sinceridad y la facilidad con que planteaba situaciones complicadas y las convertía casi en juego.
- En el camino que vais a iniciar, casi nunca vais a poder ser vosotros mismos al cien por cien. Me explico: todo es como una gran obra de teatro, donde cada uno de nosotros interpreta su papel. Pero vuestro papel no es siempre el mismo y debéis saber en cada momento cuál es el personaje que debe aflorar de vuestro interior. Deberéis ser padre y madre, fiscal y abogado defensor, amigo y enemigo… y debéis dominar cada uno de estos roles...
Cada vez que levantaba la cabeza, me encontraba con la candidez de sus ojos buscando los míos. Aunque creo que este detalle se ha incorporado espontáneamente en el relato, porque sé que no fue así. Cuando formaba a mi gente, solo pensaba en mi trabajo.
- ...para ello, contáis con dos grandes ventajas sobre todos los que os rodean y es que sois los únicos que sabéis que todo es un montaje y tenéis la posibilidad de aportar a cada uno de vuestros personajes aquella parte de vosotros mismos que sirva para realzarlo.
Como siempre, manejaba las pausas, para captar la atención. Controlaba, una a una, cada una de aquellas cabecitas hambrientas de saber dominar. Era una de mis estrategias infalibles. Se lanza el mensaje y se guardan cinco segundos de silencio, repasando a la audiencia, en un "barrido", para que todos tengan el tiempo y la presión psicológica necesaria, para registrar el mensaje. Luego, seguía la explicación del "Método", que había llevado a nuestra empresa, de una pequeña oficina en una segunda planta sin ascensor, a una de las multinacionales españolas más puntera, que era el mismo método que estaba utilizando con ellos.
-Para los demás seréis reales y nadie debe conocer vuestros verdaderos sentimientos, oídlo bien, nadie deberá conoceros lo suficiente, como para descubrir vuestra trama. Por eso es importante que rehuyáis de mantener relaciones personales con quienes estén a vuestro cargo. Si así lo hacéis, evitaréis descubrir vuestros puntos débiles, todos los tenemos, por infalibles que nos creamos, y podréis influir sobre las acciones y los resultados de todos y ser respetados y obedecidos y ser los líderes de vuestros equipos de producción, que en definitiva, son los pilares fundamentales del éxito de un buen jefe.
El caso es que, desde la distancia, ahora, me doy cuenta de que la verdadera fuerza del Método, es que yo creo en ello, tan ciegamente, que transmito confianza y seguridad.
Había un detalle, llegados a esta parte de la charla instructiva, que, en esta ocasión, había disparado el "temporizador" de esta historia. Como cada vez que llegaba a este punto, la bromita que siempre tenía muy buen efecto y servía para romper la tensión de tan duras revelaciones:
- Por poner un ejemplo, yo sé que muchas de las chicas que estáis en el aula os moriríais de ganas de tener una aventura pasajera conmigo, pero, que se os quite de la cabeza, porque ahora, ya soy vuestro jefe directo y no me puedo permitir deslices. Lo siento mucho, tendréis que sufrir y cumplir las normas del Método.
No fallaba nunca. Carcajada general y relajamiento, pie idóneo para iniciar un nuevo tema.
Conocía de memoria cada una de las citas que transmitía en cada una de mis clases, que eran para mí como un premio, un oasis quincenal en medio de la guerra de cifras y controles en la que me debatía diariamente en mi despacho, siempre las mismas preguntas, siempre los mismos consejos. Pero creía firmemente en todo cuanto decía y era fiel a mi propia doctrina, y además ya eran más de cien los que habían pasado por mis aulas y se encontraban diseminados por el mundo controlando los mercados. Por eso, quizá, no recordaba más de aquella niña bonita que me miraba con ojos inquisitivos desde la séptima fila. Tal vez, pensara en su momento, que con aquel inocente aspecto de candidez no tendría mucho futuro en la jungla de las finanzas…
El zumbido del móvil me devolvió a la realidad.
- Si, don Rodrigo, soy Patricia…
Otra vez, un escalofrío recorría mi espina dorsal. Aquella voz me estremecía y me hacía sentir inseguro, como un adolescente ante su primera cita. Intentaba aparentar indiferencia pero no podía evitar casi un balbuceo, menos mal que el móvil permite disimular falta de cobertura. Le pedí que me indicara la forma de cruzar Madrid, a la vez que volvía a disculparme, por enésima vez, por haberle fastidiado el día de fiesta. Nunca, en toda mi carrera, me había disculpado con un subalterno, por nada, pero con ella era distinto.
Por un momento temí que mi juego fuera demasiado evidente, pero su respuesta deseosa de colaborar y algo insegura, me devolvió la confianza. Era muy sencillo, por lo visto. De hecho, había estado, cerca de una hora, siguiendo la ruta adecuada, pero no había logrado hallar el desvío correcto y había estado dando vueltas en círculo alrededor de Madrid por uno de sus cinturones de circunvalación.
Estaba histérico: No podía imaginar qué pensaría exactamente de mí y eso, me descolocaba, porque tengo muy buen ojo con las personas y las "calo" e seguida, pero toda mi técnica se iba a la mierda con ella y me mutaba a "manso desorientado". Seguramente, ella, joven y despierta, no en vano, llevaba en cartera la propuesta de que se hiciera cargo de la dirección de toda su zona, pensaría que yo era un necio provinciano, que se perdía en cuanto salía del “pueblo”, o que cómo era posible que la organización funcionara con dirigentes que se perdían en los mapas.
Pero yo mismo me tranquilicé, no había lugar a preocupaciones absurdas, seguramente pensaría que los ejecutivos tienen esas cosas, que son capaces de dirigir el mundo, pero no saben hacer una tortilla a la francesa. Volví a arreglar mi aspecto ante la mirada despreocupada de aquellas gentes que seguían enfrascados en su holganza y me embutí de nuevo en el coche. En dos horas, aproximadamente, estaría con ella.
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