El tiempo, en el deseo, marchita
las esperanzas y oscurece el alma,
hasta más allá de la razón.
Hace
muchos años, fue encerrado en esta celda, tantos, que ya no recuerda nada del
exterior. No supo nunca, tampoco, por qué lo habían encerrado. Una mañana, se
presentaron en su casa dos soldados y le obligaron a acompañarles. Lo recuerda
muy bien, pues todos y cada uno de los momentos últimos de su libertad, los había fotografiado en su cabeza, hasta en
los más ínfimos detalles, tras tanto haberlos rememorado, una y otra vez. La
puerta del galpón quedó abierta y desde la verja, el viejo pastor alemán
observaba, con cierta tristeza, su partida, pero imprevisiblemente, no hizo el
más mínimo gesto por ayudar a su amo. Recuerda, también claramente, las caras
de sus dos escoltas, secas y amargas, tras unos mostachos exagerados.
Ni
una sola palabra más, le fue dispensada a partir de aquel momento. Nadie le
preguntó ni le acusó. Simplemente, le condujeron al zulo y allí, le encerraron,
sin violencia ni brusquedad, pero sin concederle la más mínima explicación o
deferencia.
En la pared circular,
junto al techo, once orificios, estratégicamente situados, permitían tener una
visión completa de las dimensiones del zulo y de sus accidentes. Parecía ser un
receptáculo excavado en la tierra, en cuyo centro, se abría un gran pozo, que
dejaba tan solo un pasillo de aproximadamente un metro y medio, a su alrededor,
junto a la pared. El fondo del pozo permanecía en la más completa oscuridad, lo
que impedía saber cuales eran sus dimensiones exactas y lo más importante, cuál
era su profundidad, podía tratarse igualmente de un lecho excavado en el suelo
o de un pozo abismal.
Pensó que lo primero
que debía hacer era averiguarlo y lanzó una de sus zapatillas al centro del
pozo. No la oyó caer. Entonces, poniéndose de rodillas, a orillas del pozo,
gritó. Su grito se diluyó en cientos de gritos menores que se repetían
monótonos en un eco infinito que los iba amortiguando. Aquel pozo debía ser
verdaderamente profundo, por lo que decidió, desde ese momento, caminar siempre
con los pies juntos y pegado a la pared. Para dormir, se sentaría con la
espalda apoyada en la pared, para evitar el peligro de caer al vacío, si se
revolvía en sueños, merced de alguna pesadilla, que era lo más probable que le
sucediese, en cuanto cerrase los ojos para intentar conciliar el sueño.
-
De todas formas, no pueden tenerme encerrado por mucho tiempo. Yo no he hecho
nada y seguro que se trata de una equivocación. Mañana me dejarán en libertad y
todo pasará por no ser más que una desagradable anécdota.
Pero pasaron los
días y nadie apareció en su busca. Poco a poco, fueron desapareciendo los
agujeros de la pared. Desaparecían por la noche, sin que se diera cuenta, hasta
dejarlo sumido en la más acongojante oscuridad y en el más desolador silencio,
sobre el que los únicos sonidos que percibía eran los de sus pasos y su
respiración. Y el silencio sordo del abismo.
Los
alimentos aparecían por arte de magia y
debía localizarlos a tientas, guiándose, únicamente, de su olfato. Siempre con
el temor de caer al vacío. De todas formas, había acabado por acostumbrarse a
aquella vida desamparada.
Con
el tiempo fue aprendiendo entretenidos juegos con sus manos y sus cabellos y
gran parte de su tiempo, la empleaba en estos menesteres. Pasaba seguramente,
días enteros jugando con sus bucles, esculpiendo quiméricas figuritas diminutas
de cabellos, que transportaban su imaginación a los tiempos, ya remotos, en los
que era un hombre libre.
De
vez en cuando, sin embargo, sufría alucinaciones, que le ponían en grave
peligro de precipitarse a las profundidades del pozo, pues imaginaba en la
pared hermosas aberturas, ventanas cargadas de coloridas macetas por donde
creía ver entrar los dorados rayos del sol, bañándolo todo de luz. El agujero
del centro, se encontraba entonces, totalmente cubierto de tierra y plantado de
mullido césped y hermosas margaritas y sentía el repentino impulso de lanzarse
sobre ellas y tocarlas con sus dedos. De repente, la visión desaparecía
bruscamente y se encontraba balanceándose, al borde del precipicio, en la
silenciosa oscuridad, asustado y llorando desconsoladamente por su triste
destino.
Sabía
que nunca terminaría de acostumbrarse a aquella terrible soledad y en su
desesperación, gritaba llamando a sus invisibles carceleros, exigiendo alguna
explicación. Y presa de la locura, golpeaba los terrosos muros con sus puños
hasta sentir correr la sangre por sus antebrazos. Intentó, por todos los medios,
averiguar cómo le introducían el alimento, pero siempre aparecía la lata en
lugares distintos y siempre en una
ubicación opuesta diametralmente a donde él se encontraba. El cacharro
desaparecía, para volver a aparecer, en otro lugar, cargado con aquella especie
de repugnante bazofia, siempre la misma, que le servía de sustento. En varias
ocasiones, permaneció con el pote asido férreamente, en la esperanza de que, a
través de él, pudiera llegar a lograr algún contacto con el exterior, pero
mientras el utensilio estaba en su poder, nada aparecía en su interior, hasta
que, vencido por el hambre, decidía depositarlo en el suelo. Inmediatamente,
desaparecía de su lado y de inmediato, empezaba a distinguir el olor del
comistrajo. Cuando conseguía guiarse hasta la cazoleta de lata, nada, ni el
menor indicio, no había puertas ni trampillas y la pared parecía compacta. Un
misterio. Como si la comida apareciera dentro de la lata por generación
espontanea.
Cierto
día, cuando ya casi había perdido las esperanzas de hallar algún contacto con
el exterior, sucedió lo inesperado. Un temblor de tierra sacudió todo el
recinto y un gran terrón se desprendió de la cúpula y una luz cegadora invadió
todo el recinto.
Tan
acostumbrados estaban sus ojos a la oscuridad, que tuvo que pasar varios días
sin abrir los ojos, más que por las noches. Mientras tanto, en su cabeza no
había lugar para otra idea, que la de abandonar el agujero. No importaba lo que
fuera a encontrar al otro lado, lo únicamente importante era salir de aquella
cárcel. Cualquier otra idea, como la de saber por qué sus carceleros no
hicieron ademan de tapar el orificio, tras tanto tiempo de celosa oscuridad o
la de imaginar qué haría, una vez saliera por aquel butrón, era desterrada, por
la de urdir un urgente plan de fuga. Debía buscar una manera de alcanzar el
agujero que se abría en el techo, junto a uno de los lados de la cueva.
La
mañana del octavo día, tras haber domesticado la vista a la luz, miró por
primera vez, la abertura que daba al exterior, era una ventana para él. La más
hermosa de las ventanas, que no necesitaba visillos ni macetas ni cristales
porque era la belleza materializada y el trozo de cielo que se veía a través de
ella, el más claro del Universo y sus estrellas, las más brillantes de la noche.
Ahora,
más que nunca, deseó salir y arañó con rabia las paredes. Sucedió que, algunas
partículas de tierra, cedieron a la presión de sus uñas. Tal vez, podía excavar
una escalera en la pared y llegar, a través de ella, a la libertad.
Se
puso manos a la obra, ayudándose de su pequeño recipiente de lata comenzó,
presa de la excitación, pero pronto descubrió que aquella no iba a ser una
tarea fácil y que iba a necesitar mucha paciencia y gran resistencia, ya que,
cada escalón, debía tener espacio suficiente para que cupiera su cuerpo en el
ascenso. Dosificó entonces sus esfuerzos, para no agotarse demasiado pronto,
debía ser metódico o podía perder su última oportunidad de recuperar la vida.
En períodos regulares de tiempo, guiado por el avance de las estrellas a través
de la terraza de su particular mirador y haciendo metódicas paradas para
descansar, iba arañando la pared y arrojando la pobre carga de su cazoleta al
fondo del abismo, que a pesar de la claridad que asomaba, de día, por el
tragaluz, continuaba manteniendo el mismo aspecto tétrico y profundo.
Logró
hacer dos escalones el primer día y estaba debilitado. Debía aprovechar hasta
la última gota, de aquel maldito brebaje que le suministraban, si quería
terminar de llegar arriba algún día. Cuando fue a buscar su recipiente, que
últimamente siempre se lo dejaban en el lado oscuro del recinto, descubrió que
quien quiera que fuera el malnacido que se la servía todos los días, al no
encontrar la lata, había omitido el rancho de ese día.
"No
he de descuidarme -pensó-, necesito alimentarme para seguir adelante y he de
procurar mantener silencio cuando se acerca la hora de la comida. No sé qué
harían mis guardianes en caso de descubrirme."
Durante
los siguientes cuatro días, fueron suspendidas las excavaciones. Debía conocer,
con la mayor precisión posible, los horarios de sus captores, para poder
depositar la escudilla, a tiempo de recibir su ración diaria. El quinto día
reinició el trabajo y unos diez minutos antes de que llegara el avituallamiento,
su herramienta múltiple estaba en el suelo, dispuesta a recibir otra ración de
aquella especie de puré caldoso, que había estado tomando desde el primer día.
Fueron
pasando los días y la obra fue progresando. Un instante antes de la hora del
rancho, dejaba el cacharro en el suelo y unos segundos después de comer,
reiniciaba su tarea metódicamente. Lo más difícil, fue aprender a trabajar,
semisuspendido en el aire y sujeto con una sola mano al borde de un escalón de
tierra, embutido, de rodillas, en un hueco, apenas suficiente, mientras con la
otra hacía fuerza para conseguir arrancar un poco del apreciado material. Pero,
al llegar al sexto escalón, a unos tres metros de altura, sobre la corona
circular, tropezó con un obstáculo con el que no había contado. Una roca se
hallaba incrustada en la pared, suficientemente grande, para que fuera
imposible de sortear y de excavar, Por otra parte, debido a que la chimenea de
la cueva estaba literalmente pegada a un costado de la misma, se hacía
imposible comenzar el escarbado en ningún otro lugar. Aún así, no se dio por
vencido y se decidió a esculpir sobre la roca el escalón, que según su cálculo,
sería suficiente para vadear la piedra.
Para
su nueva tarea hubo de cambiar de sistema, ya que rascando sobre la roca poco
se podía conseguir, su única posibilidad era intentar desportillarla a golpes.
Su utensilio de avituallamiento comenzó a sufrir irreparables daños. Los
primeros días pudo volver a dar al cacharro la forma necesaria par poder
albergar la papilla, pero a fuerza de doblar y desdoblar el pote se fue
mellando hasta partirse en dos.
Seguramente, a partir de ese momento, comenzaría a faltar su
subsistencia y apenas si había podido dar forma a un pequeño hueco en la
piedra, suficiente para que cupiera la punta de un pie. Debía construir al
menos otro hueco similar.
Los
días que siguieron fueron desesperantes. Golpeaba una y otra vez sobre la roca
haciendo saltar pequeños fragmentos. Sus manos, envueltas con los jirones de su
camisa, comenzaban a sentir el dolor de las ampollas, que se reventaban y el
filo de su improvisada herramienta, se clavaba en el trapo, con endemoniada
terquedad. Una mañana, en su delirio, le pareció ver, a través del hueco,
asomar la cabeza de una niña rubia. El miedo a volver a tener alucinaciones, le
puso ante una encrucijada terrible, solo resuelta, cuando cayó en la cuenta de
que, de todas formas, moriría si no seguía adelante. Siguió, cada vez más
débil, haciendo lo imposible para no perder el equilibrio, tanto físico como
emocional, pero tal era su ansia por salir de aquel maldito hoyo, que sacaba
fuerzas de flaqueza, para incorporarse cada vez y aferrarse a la pared, con la
misma firmeza que un pájaro carpintero se asegura a su árbol.
Por
fin, llegó el día esperado. Su demacrado cuerpo se puso en pie al despuntar el
alba. Ya no quedaba rastro de carne entre su piel y sus huesos. Sus ojos,
llorosos de felicidad o de sufrimiento, se hundían en sus pómulos,
sobresalientes, como dos bolas de jade. Desde el último escalón, podría asomar
parte de su cuerpo al exterior. Trabajó toda la mañana. No le importaba ya el
suministro. Solo tenía un objetivo y lo iba a cumplir. Cuando hubo terminado el
último paso, miró, sin poder evitar cierto grado de fascinación, hacia el
agujero, escupió dos veces en él, con infinito gusto, y partió hacia la
libertad.
La
luz del sol era mucho más fuerte en el exterior y ello le obligó a mantener los
ojos cerrados durante largo rato. Poco a poco fue entreabriendo sus párpados,
con paciencia, que era lo que mejor había aprendido durante su cautiverio.
Entonces fue consciente de que estaba fuera del agujero y vio el pozo a sus
pies y el espacio exterior, que se le antojaba distorsionado y se le venía
encima oprimiéndole como un gigante. Agorafobia, ahora, no era posible. Retornó
sobre sus pasos.
"Solo
un par de metros. Necesito pensar y ahí fuera no puedo hacerlo. Esa luz no me
deja concentrar. Y esa sensación que me produce tanto espacio... No sé qué debo
hacer. Estoy desconcertado..."
Había
pasado tanto tiempo, que no recordaba por qué quería salir de allí. Su estado
era tan débil y deplorable, que había perdido su sano juicio. Creyó que se iba
a volver loco. La cabeza le daba vueltas confusamente y su boca no paraba de
musitar frases inconexas, que ni él mismo comprendía. Rápidamente bajo por la
artesanal escalera y comenzó a dar vueltas alrededor del recinto como un
poseso. Cegado aún por el brillo del sol, dio, finalmente, un paso en falso y
cayó al vacío.
Dos
días más tarde, obreros de la administración, construían una arqueta, tapando
el misterioso agujero.
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