Cuando cerró la puerta tras de sí, se dio cuenta de lo
muy cansado que estaba. Había llevado una mañana bastante ajetreada y, ni tan
siquiera, la oronda comilona, que se habían pegado en el banquete, había sido
de su agrado. ¡Cómo tragan estos cerdos! Da asco ver sus sebosas caras,
tragando todo cuanto pasa a su alcance. Y luego, esos apestosos puros, que se
prolongan de sus bocas, como una muestra más de su poder, acusando
constantemente a quienes se ponen por delante y nos persigue en nuestos sueños
como una inacabable pesadilla.
Sin lugar a dudas, lo que debía hacer, era llamar a su
mujercita. Ella le daría toda la dulzura que necesitaba para olvidarse de
aquellos monstruos. ¡Cuán enamorado estaba de sus caricias!
Descolgó el teléfono y, uno tras otro, fueron pasando los
números bajo sus dedos con su disciplinada marcha y se le antojó, que llamar
por teléfono era algo parecido a un ritual, todo un complejo ritual, al que no
falta ningún detalle. En un momento de necesidad, se invoca a la deidad con la que
se quiere establecer contacto, luego, la clave numérica, oración milagrosa, que
nos hace penetrar en el recinto sagrado, en la morada del dios y, tras esto, la
concentración, hemos de estar preparados para hablar con “Él”, debemos aber qué
vamos a decirle y un leve ronronear del aparato, nos ayuda a concentrarnos. Al
final, se obra el milagro, “Dios” está, al otro lado del hilo, conversando con
uno. Mientras suena el teléfono, ojea los titulares del periódico: “Extraño
asesinato en los barrios bajos. Estrangula a su hermano gemelo y luego se
suicida arrojándose al canal.”
- ¿Esther?, soy Jorge…
Toda la teoría del milagro
quedaba desmontada, cuando alguien, al otro lado, invocaba el anatema:
-
“Un momento Jorge, está en la ducha”.
Como detenido en el tiempo, se desplomaba, entonces,
sobre el sofá, con el auricular pegado a la oreja y la mirada fija en los
dibujos del papel pintado del comedor. Sus labios entonaban una canción y los
dedos de su mano libre descubrían un mundo distinto sobre la mesa. Se movían,
con pasos de danza, alrededor de cada objeto, lo levantaban, lo volvían del
revés, lo depositaban nuevamente sobre la mesa…
-¿Esther? ¡Hola, cariño, cuánto tiempo llevo sin verte,
tengo muchas ganas de estar contigo, de volver a hacerte el amor…
La marcha que llevaban, ahora, los dedos, era
agitadísima, los movía el deseo, la evocación… y no paraban ni un instante.
Ahora, el cenicero, ahora, un botón del sofá, los dedos entraban y salían en
cualquier recoveco. El dedo índice quedó aprisionado en la junta del respaldo,
¡pobre dedo índice!
-…¿Vas a venir esta tarde?... Hazlo por mí… te quiero
tanto…
Otro dedo acudía en ayuda del índice, no era plan dejarlo
abandonado. Intentó hacer fuerza hacia arriba, haciendo palanca con los otros
dos dedos y los cuatro, quedaron prisioneros. Jorge estiraba, ahora, de su
mano.
-…No, no te permito ni una excusa más…
Intentaba que su voz sonara acaramelada, pero su mano no
conseguía librarse de la trampa. El codo intentó ayudar, intentando abrir hueco
entre los dos listones del sofá, pero lo único que consiguió, fue quedar
también prisionero.
-…Oye, espera un momento…
¡Qué posición más incómoda!
La torpeza de su mano le había interrumpido. “¿Cómo puedo ser tan imbécil?”,
pensó y se acostó a lo largo del sillón para poder hacer más fuerza y en el
nuevo intento, su pie quedó en contacto directo con el suelo, al atravesar el
sillón y romper la tela del forro. Seguramente, se había arañado el gemelo con
algún muelle, pues le escocía bastante. Estaba indignado.
Mientras
tanto, ella se impacientaba al teléfono.
-
¡Jorge!... ¿Jorge?... ¿Pasa algo?...
Le
ponía muy nervioso tenerla esperando, al otro lado. El problema había empezado
de manera completamente absurda, pero no lograba solucionarlo. Sabía que lo
único que tenía que hacer era ordenar un poco sus pensamientos y concentrarse
en el apuro, pero, tenía a Esther al teléfono, indagando preocupada.
-¿Qué
ocurre, Jorge?... ¿Dónde estás?...
Tanta
insistencia, en una situación tan patética, estaba sacándole de quicio, mientras
peleaba contra el sillón.
-
¡Jorge!... ¡Jorge!...
“¡Cielo
santo, qué mujer más inoportuna!”. Cogió el teléfono con rabia.
-
¿Quieres callarte de una vez? ¡No puedo atenderte!
-
¿…?
¿Pero,
cómo podía gritarle de esa manera? Ella no tenía la culpa de su torpeza.
¡Estaba atrapado por un sofá! ¡Era delirante!
-
Perdona, cariño, no quise gritarte. Tengo un problema ahora y estoy
desquiciado. Te llamo luego, ¿vale?…
El
dolor le hizo lanzar el teléfono, que cayó a la alfombra. Su pie libre, en un
desesperado intento de romper el listón de madera del asiento, sintió que algo
le aguijoneaba la planta. “¡Otro muelle! ¡Malditos sean!” Y, como impulsado por
inercia, dio un giro retorcido, quedando, ya, prisioneras, tres cuartas partes
de su cuerpo.
Las
lágrimas afloraron a sus ojos, era increíble, tenía miedo de morir, así, de esa
manera tan estúpida. ¡Lo estaba devorando un sillón! Si lo hubiera leído en
algún cuento, seguramente, se hubiera hartado de reír, sin embargo, era la
situación más embarazosa del mundo.
-¡Jorge!
– suplicaba ella aún desde el teléfono - ¡Contesta, por favor!... ¡Jorge!...
Su
pecho estaba dolorido por la presión de ambas maderas. No entendía cómo había
podido introducirse entre los bastidores del respaldo y el asiento, si no había
hueco. Sentía como si se le hubiese detenido la circulación de la sangre, desde
el tórax, hasta los dedos de los pies.
Debía
modificar la posición cuanto antes, porque estaba perdiendo fuerza. Intentó
hacer presión con los pies, pero ya no podía moverlos. La única solución que se
le presentaba era terminar de introducirse por completo y operar con más
libertad desde adentro. Su cuello quedó entre ambas maderas, ¡se ahogaba! Con
un esfuerzo sobrehumano, tiró de su cabeza y logró, por fin, introducirla
dentro del sillón, rasgándose la oreja derecha.
Ahora,
estaba dentro del sillón. La sangre brotaba abundantemente de varias partes de
su cuerpo, especialmente de la oreja, pero el miedo, que dominaba su cuerpo, le
impedía sentir dolor alguno. Quiso creer que todo era una pesadilla. Nada
parecía real en todo aquello. ¿Cómo un hombre puede quedar prisionero de su
sillón? Entonces, suspiró reconfortado.
-
Debo haber trabajado mucho estos días. De ahí todo el enredo.
Y
con una sonrisa de confianza en sus labios, intentó quitarle parte de la
importancia al asunto y deshacer el equívoco cuanto antes.
Pero,
a cada movimiento, varios muelles saltaban de sus lugares y le aprisionaban las
piernas, los brazos, el cuello… El último, dio un golpe seco en su lengua y
pasó rozando su campanilla. Con gran dolor, intentó tragar saliva, pero notó
que, al menor movimiento, aquella punta de acero atravesaría su garganta.
El
teléfono, hacía ya rato, que había dejado de hablar, ahora se oía un monótono
tut…tut…tut… Ella se había cansado de insistir y, seguramente, estaría de
camino. Pronto, estaría en casa y, al no encontrarle, se sentaría en su sillón
favorito a esperar.
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