lunes, 30 de abril de 2018

El viaje






No acostumbro a visitar locales desconocidos, pero por alguna razón que ignoro, el prospecto que me había entregado mi amigo, el día anterior con tanto misterio, me atrajo allí. No entendía por qué, sabiendo que estaba decidido a partir y que nadie ni nada me lo impedirían, me había citado un par de horas antes, sin tan siquiera explicarme el motivo de tanta urgencia. Te juro que no voy a intentar hacerte cambiar de opinión. Ve a este sitio y verás.

Aquel tugurio apestaba a cerrado y a humo de tabaco de granel. "AMBIENTE SELECTO, BUENA MÚSICA". Resulta sorprendente cómo la palabra impresa puede modificar la realidad, cómo la magia de la publicidad puede convertir un antro en un auditorio. Ambiente selecto, me preguntaba si debía sentirme defraudado o, si por el contrario, era yo, el que con mi presencia, había manchado el ambiente de aquel sitio, si con mi presencia intrusa, ocupando aquel lugar en el espacio, precisamente ese, durante aquella fracción de tiempo, no estaría hiriendo la particular sensibilidad de la parroquia, no sabía si era el local lo que decididamente no estaba de acuerdo con la publicidad o si, sencillamente, había sido yo quien, incapaz de entender el mensaje, lo había traducido erróneamente. Ambiente selecto En cuanto a la música, ni siquiera se podía escuchar bajo aquel bullicio de risas borrachas y tintineo de jarras.

         Era evidente que mi amigo no iba a aparecer, como ya me tenía acostumbrado o tal vez, era yo quien había aparecido tarde. Era una constante en nuestra amistad, desde la primera cita a la que, por supuesto, no acudió. Solíamos quedar en lugares inverosímiles y nos presentábamos o no, según nuestro estado de ánimo o nuestros compromisos. Nunca hubo un reproche por este motivo. Era una de las peculiaridades de una amistad fundamentada en el deseo de estar, nunca en la obligación de cumplir y a ambos, aunque nunca llegamos a hablar de ello, nos parecía bien.

Pagué mi copa y me dirigí a la puerta. Un par de borrachos discutían a gritos sobre cosas distintas. Gritaban los dos a la vez como locos y dibujaban, con sus manos y sus voces, un muro de ladrillos, que no se podía ver, pero que se palpaba en el aire. Era evidente que no necesitaban hablar de las mismas cosas para discutir. Cada uno tenía sus propios argumentos, los dos, sus razonamientos irrefutables y la fuerza de la verdad absoluta, que da el alcohol, era lógico que hablaran de cosas distintas (uno se pone a pensar de tal o cual tema, saca sus conclusiones, las contempla y analiza minuciosamente, para desembocar en una nueva tanda de conclusiones, más elaboradas y depuradas. Luego, el producto se abandona en la mente por unos días o meses o años, hasta que se cura, como los buenos caldos, y surge la idea pura, la esencia de toda una filosofía natural y particular. ¿Cómo permitir, entonces, que alguien la intoxique con una teoría contraria?).. Lo más ecológico para la mente es que cada uno defienda su teoría propia sobre un tema distinto del de su interlocutor. Así es como se evitan las peleas y los malos entendidos que llevan al resentimiento.

       Antes de salir, es algo que acostumbro a hacer siempre, repasé el local por última vez. Me resultaba extraño no haber encontrado nada que llamara mi atención, salvo mi presencia, fuera de lugar en aquel ambiente. Era la primera vez que mi amigo me había citado para nada. Miré a través del espejo que había tras la barra, como queriendo cerciorarme. Ya no entendía nada. Me había citado para hablarme de no sé qué "importantes últimos detalles antes de partir", pero no se había presentado y ya era  hora de marchar. No te preocupes si a última hora no aparezco, allí verás lo que necesitas. Tú eres muy receptivo y enseguida captas esas cosas. ¿A que cosas se refería? No lo sé, aunque ahora, lo intuyo. Recuerdo que allí, del otro lado del espejo, vi unos ojos que se clavaban en los míos con suavidad pero sin pudor, hurgando más allá de lo prudentemente discreto, penetrando en la desnudez de mi ansiedad, palpando mi intimidad como si me hubieran conocido de toda la vida. En la eternidad de unas décimas de segundo me hicieron un montón de proposiciones excitantes, exigiéndome una respuesta que yo era incapaz de articular a través del baño de plata.

El del espejo es otro mundo. Detrás de la luna, todo está del revés, la mano derecha es la izquierda y cuando vas hacia atrás tu alter ego se dirige hacia delante y, a su vez, se separa de ti. Intenté explicárselo a mi desconocida inquisidora con la mirada, pero no fui capaz de encontrar, en tan breve tiempo, la manera de que, al revés, se entendiera del derecho, lo que yo sentía en ese momento, así que, sin más, abrí la puerta y salí de aquel antro, al que había acudido, no se sabía muy bien por qué ni para qué, mientras una fuerza invisible y sobrenatural tiraba de mí hacia atrás, como un estremecimiento. Aquellos ojos... Era rubia, sus cabellos, trenzados a su espalda, se perdían en la curva de su cintura. Su belleza era impropia de este mundo (del mío, naturalmente, no del suyo de humo de tabaco y olor de whisky peleón).

       Salí. Algo, realmente muy importante para mi vida próxima, me esperaba al otro lado del mar. Mientras cruzaba el umbral y me adentraba en la noche noté un frío seco en la nuca, era el aterimiento de sus pupilas que no entendían mi teoría sobre los espejos, pero no quise volver a mirar, me daba pánico perder un solo segundo. Al llegar a la siguiente esquina, ya me había arrepentido, pero era demasiado tarde para volver atrás, además, mi rubia walkiria ya habría encontrado otro guerrero con el que pasar la noche. Por mi parte, iba camino del muelle 5, en la dársena de levante del puerto, donde me esperaba un carguero en el que zarparía a Nueva York, el sueño dorado de toda mi vida o, al menos, de un montón de momentos de mi vida.

     Iba a viajar de polizón, sin tener necesidad de ello, pero así lo requería la aventura. Así lo habíamos planeado, mi amigo y yo, en una noche de borrachera, donde el bourbon había ayudado bastante a inspirar la aventura. Así debía ser y no de otra manera, como si de un juego de rol se tratase. Habíamos planeado hasta el último detalle, bueno, sería más correcto decir que él había planeado hasta el más mínimo detalle, ya que mi papel en aquella aventura, no era más que el de protagonista, que debía dejarse llevar por el elíptico guión que había urdido el creador. De nada le sirvió, a última hora, intentar convencerme de que todo era una locura y que no debía seguir adelante, mi excitación había ido en aumento y no había, ya nada más importante, para mí, que realizar aquel soñado viaje a N.Y.

    Unos días antes, como había planeado mi amigo, cuyo nombre jamás he conocido ni me he preocupado por averiguar, dejé mi próspero empleo en una importante agencia de seguros y abandoné mi apartamento, sin equipaje alguno, para albergarme en una habitación de hotel de cuarta categoría, junto al puerto. Allí comencé mi vigilia y una concienzuda preparación psicológica para enfrentarme a mi nuevo destino. Aquello se había convertido en algo vital para mí y lo afronté con todo el rigor y la seriedad que me fueron posibles. Sobre él pesaba la responsabilidad de atar cada uno de los cabos de aquella empresa. Mi misión consistía simplemente en enfrentarme a mi destino y tratar de salir victorioso del lance. El resto de mi vida estaba esperando al final de aquel viaje y debía afrontarlo con máxima serenidad. 



CAPITULO II


Sortear la vigilancia del muelle y alcanzar la escalerilla del buque, no fue tarea difícil. Mi confidente me había asegurado que a esas horas, estaría todo dispuesto para zarpar y nadie aparecería por allí. Subí, ocho o nueve escalones, en busca de esa comodidad, que solo un polizón de categoría sabe distinguir entre los escalones de una escalerilla de babor. Hacía frío. En el hotel, me había preparado una manta con el propósito de abrigarme en la travesía, pero con las prisas, lo había olvidado en aquel piojoso antro de la rubia walkiria. Así que, con más resignación que valor, me levanté el cuello del chaquetón y me acurruqué, pegado al frío casco de la nave. Estaba cansado y llevaba varios días sin probar bocado (últimamente, las cosas no habían ido todo lo bien que era de desear), y seguramente, mi aspecto no ofrecía mucha confianza, pero nadie me buscaría allí y si se asomaban por la borda, no me verían pues el toldo de la escalinata me protegía. Cerré los ojos y me abandoné al sueño: tenía una cita.

Fue fácil volver a invocar su rostro, aún no se había borrado aquel soplo gélido de mi nuca. Y allí estaba, del otro lado de la realidad, espléndida como la dama mayor de unas fiestas. Hablaba en un idioma incomprensible, pero me daba igual, no hace falta ser políglota, para atender el idioma de las caricias. Se acercó muy lentamente, como temiendo una nueva huida por mi parte, pero aquí no había espejo, todo estaba del derecho. Sus manos tantearon el terreno: un brazo, una mano, la cintura, la cara... saboreando su victoria, recreándose en el placer de la pieza recuperada, tras la persecución. Supe, entonces, que pertenecía al mundo del espejo, que si hubiera vuelto la cara en el bar, no habría encontrado sujeto. Sin querer, había contraído una cita con ella, aquí, en el mundo de los sueños, donde ambos éramos reflejo. No había huido de ella, simplemente había corrido todo aquel trecho, había atravesado el puerto y sorteado a los vigilantes, para venir a caer entre sus brazos, en el noveno escalón de babor de un carguero, que en ese preciso instante, zarpaba rumbo a Nueva York. Ella lo sabía, lo había sabido todo el tiempo y sin moverse de su sitio, había estado esperando. La vida corre en círculos viciosos y todo vuelve a su cauce. Ahora, recobraba con sus caricias el tiempo perdido. Por mi parte, no encontraba nada mejor que hacer. Caricias y abandono, besos y caricias...

De pronto, sus manos se cerraron sobre mis hombros y noté como se desmigaban mis clavículas entre sus dedos. Abrí los ojos asustado. A mi espalda, recio como un acantilado, un gigantón, vestido como un auténtico lobo de mar, me miraba fijamente, tras una espesa barba negra, con cara de muy pocos amigos y sin articular palabra. Me estaba estrujando los hombros.

"No te preocupes, está todo controlado". Mi confidente nunca había fallado en una información. "Nadie aparecerá por allí antes de arribar a puerto neoyorquino". Estaba seguro. Entonces, ¿qué hacer, volver a cerrar los ojos para continuar mi juego erótico o aceptar que me habían atrapado e intentar convencer a Barba Negra, de que todo había sido un error y que me había quedado dormido sin querer en aquella escalerilla? La presión de sus manos sobre mis doloridos huesos me sacó de dudas. Con un gesto de su cabeza me ordenó que le siguiera. No creí oportuno contrariarle, entre otras cosas, porque la sola idea de saltar al mar, me aterrorizaba. Me incorporé con parsimonia, en un estúpido intento de aparentar tranquilidad, cuando todos los centímetros de mi cuerpo tiritaban, bien por el frío de la noche, bien por el miedo que me acaparaba la médula. Por un momento reviví la sensación que, cuando niños, experimentábamos, cada vez, que nos sorprendían haciendo alguna diablura. La situación era similar, estaba tres escalones más arriba, lo que me obligaba a mirarlo desde un ángulo, hacía tiempo olvidado, en evidente inferioridad de condiciones, con omnipotencia. Parecía una estatua y yo me sentía ridículo.

Subí la escalerilla lentamente. Su paso era pesado. Todas las luces del barco estaban encendidas y la cubierta llena de ¿confeti y serpentinas? Yo pensaba que... Todas aquellas bombillas de colores encendidas... me sentía como en medio de una avenida la víspera de Navidad. ¿Y aquella piscina tan bien cuidada y rodeada de tumbonas? Todo parecía descartar la idea de un carguero. Con las prisas...
¿Cómo pude errar de aquella manera?

Estaba metido en un buen lío. Automáticamente, comencé a maquinar. Había que encontrar una buena excusa, alguna, tan increíble y ridícula, que todos se las creyeran. Era prácticamente imposible...

"Ciudad Descola" ¡Un momento! El nombre en los salvavidas... Ese era el nombre que me había dado mi confidente. Estaba en el barco indicado. Él lo había dicho bien claro: "Muelle cinco, Ciudad Descola, a las doce y veinte de la noche, un carguero panameño...", además, estaba aquella enorme grúa y toda la estructura en sí del buque. Me atreví a preguntar a mi captor el por qué de todas aquellas luces y comodidades, él seguía caminando como un zombi (un zombi sordo). No hubo respuesta. Parecía algo primitivo y, por supuesto, poco sociable. Caminamos por un sinfín de pasillos y escaleras, despacio, como en una visita turística. Se detuvo frente a la puerta de un camarote. Con otro gesto de su cabeza me ordenó que me detuviera. Sería el despacho del capitán, supuse.

-Dentro de diez minutos deberá estar en el salón. Se baja por la escalera que hay al fondo del pasillo. La cena es de gala.

-Pero...

Fue todo cuanto dijo. Dio un giro sobre sus pies y se alejó por el pasillo, como si no nos hubiéramos tropezado nunca. Llamé a la puerta. ¿Qué habría querido decir con aquello de la cena de gala? ¿Me habría despertado realmente o aún seguía durmiendo? Nadie contestó. Llamé nuevamente a la puerta con el mismo resultado. Parecía no haber nadie dentro del despacho o, si lo había, era más parco en palabras que mi cicerone. Abrí la puerta con cuidado, parecía que estuviera protagonizando una película de espías. Aquello no era un despacho, sino un camarote. Y por todo lo que estaba viendo, de primera clase. Sobre la cama, un frac recién planchado y ¡mi manta! doblada cuidadosamente. ¿Qué era todo aquello? ¿Se suponía que debía ponerme el traje? La cena es de gala...

Aquello empezaba a ponerse interesante. De modo que, no solo no se recriminaba mi conducta, además, se me invitaba a cenar. No era mala idea, sobre todo, teniendo en cuenta el tremebundo sonido de mis tripas vacías. El traje me quedaba estupendamente, ni hecho a medida, los zapatos, sin embargo, me apretaban un poco.




CAPITULO III


A los nueve minutos exactos apareció mi cicerone. Lo seguí, en otro paseo, por un laberinto de moquetas, mis pies empezaban a torturarme, se detuvo ante una puerta de madera tallada y me indicó con la cabeza (empezaba a caerme gracioso este gesto), que siguiera adelante. Tengo que reconocer, que todavía no las tenía todas conmigo. Caminé hacia la puerta dudando, pero mis dudas se disiparon instantáneamente: La puerta se abrió y brotó el bullicio. El enorme salón de actos, que tenía ante mis ojos, estaba increíblemente insonorizado, pues dentro del silencio exterior del carguero solitario, me encontré con la juerga del siglo. Había más gente, que en un mitin, bailando tranquilamente algunos, alocadamente otros, al son de una orquesta. Tangos, valses, polcas, charlestones, rock. Sin embargo, algo llamó mi atención poderosamente: un flash. ¡La orquesta interpretaba, una y otra vez, incansable, la misma pieza de Debussi.

Un criado con librea golpeó en el suelo con su bastón y voceó:

-¡El señor Richi Castelfiori!

No salía de mi asombro, aunque ya empezaba a encontrar normal todo aquel guirigay. La música se interrumpió, los trompetistas se pusieron en pie e interpretaron el toque de fanfarrias, al tiempo que la multitud que ocupaba el regio salón prorrumpía en aplausos y vítores hacia mi persona. Me sentí importante. ¿Por qué?

Casi sin darme cuenta, los miré a todos, arrogantemente por encima del hombro. De modo que era eso: una piara de burgueses que se habían reunido para agasajarme.

Una gorda, con cara de morsa, embutida en un traje de noche negro, seis tallas menor de la necesaria, se abalanzaba peligrosamente hacia mí, con sus fofos brazos extendidos.

-¡Queriiiiiiiiiido Richi! ¡Le esperábamos impacientes! ¡Venga, venga, le presentaré a algunos amigos!

Su mano semejaba un guante de goma hinchado, se detuvo unos segundos ante mi rostro, que no esbozó el más leve gesto. Luego, intentó tomarme por el codo, cosa que, con un hábil gesto, rechacé. Me condujo, entre reverencias, a la mesa. La gente se miraba entre sí y me miraba a mí, se comentaba cosas al oído y reía sin parar, como cotillas de escalera. Se reía mucho aquel hato de imbéciles. Menudo susto me habían hecho pasar, me daban ganas de empezar a repartir bofetadas, a diestro y siniestro, entre aquella masa de pelotilleros y aduladores. Con su obsequiosidad pegajosa, estaban estropeando mi viaje a N.Y.

Ocupé la cabecera de una larguísima mesa, a cuyo margen, cientos de pingüinos, focas y morsas de la Jet Set, se intercambiaban estúpidamente, unos con otros, para poder contemplarme, como en una parodia de ballet glaciar. . Había material de estudio allí y por un momento, me abandoné al placer de la contemplación, son tan peculiares esos jilipollas. Charlan y charlan, charlan y charlan y nunca dejan de charlar, para decir nada. Se tocan una oreja, se pellizcan la barbilla, agarran a su interlocutor por el antebrazo y le cuentan algo al oído, sin dejar de mirar hacia otra parte, cabecean, sueltan risitas, siempre en corritos. Solos, son nada. Ellas son bastante más escandalosas, lucen sus pechugas con arrogancia, ignorando deliberadamente, que la carne fofa no resulta agradable a la vista. Gastan hectolitros de perfumes carísimos, ignorando también que, el olor sin dosis empalaga. Ríen con una mano delante de la boca para ocultar sus depredadores colmillos, extremadamente desarrollados en esa especie y se descuartizan, unas a otras, con una simple mirada. También van en manadas y hablan todas a la vez.

Pero había algo más interesante que toda aquella fauna. No recordaba manjares tan copiosos y bien presentados, en mi vida. Esa gente sabe lo que se come. En media hora, tanto mi estómago, como mi paladar, se hallaron saciados de exquisiteces culinarias. Entre bocado y bocado, levantaba la cabeza, aparentando interés y agrado por los cumplidos que me brindaban los oradores. Pero había cierto fondillo de suspicacia, que no había desaparecido de mi interior. Durante toda la comida, aquella gente no paró de reír ni un instante. Me miraban y se reían. Continuamente, se levantaban oradores que pregonaban discursos, la mayoría en mi honor, pero nadie les prestaba la menor atención. Hablaban entre ellos y se asomaban, de tanto en tanto, a mirarme. A veces, daba la sensación de que se reían de mí, que de alguna forma, iba a ser víctima de alguna broma de mal gusto. ¿Pero cómo iban a atreverse? ¡Eran tan simples los pobres!

Arrellanado en mi butaca, contemplaba toda aquella galería de caricaturas, con un Montecristo en la boca y un sabrosísimo Royal Salute en copa de Murano. Había que agradecer, a toda aquella chusma, que se hubieran molestado en prepararme la sorpresa, aunque me dolieran tanto los pies. Por eso, cuando un viejo, con cara de chivo, me concedió la palabra, me puse en pie. Silencio expectante.

-¡Gracias!

Prorrumpieron, nuevamente, en una salva de aplausos y vítores, que me impidió articular ni una sola palabra más. Mi anfitriona se acercó nuevamente a mí. Se le había corrido ligeramente el maquillaje y presentaba un aspecto vulgar, casi pornográfico. Me miraba con ojos lascivos, babeando y me invitó a seguirla, a través de la muchedumbre, que se abría a nuestro paso.

-Hemos preparado una sorpresita para usted. Un juguete erótico.

Sus palabras estaban llenas de ponzoña. La cohorte de camareros blancos, que nos había servido durante la cena, apartó mesas y sillas, dejando una enorme pista en el centro. Lo que aquella degenerada llamaba juguete, no era ni más ni menos, que una cacería humana. A una palmada suya, unas doscientas chicas, desnudas y embadurnadas de aceites, irrumpieron en el salón entre gritos de alborozo y pellizcos. 

- ¡Comienza la cacería...! – se oyó.

La jauría arremetía contra las chicas, que intentaban escapar de sus garras como podían. Los cuadros obscenos se repetían ante mis ojos, a la vez que seguía martirizado por los zapatos. Todos se habían desnudado del todo o en parte. Un viejo asqueroso intentó desabrocharme la ropa, pero de un empujón fue a mezclarse con la chusma. Comenzaba a encontrarme muy incómodo. Me asquean estos entretenimientos burgueses, esos actos libertinos. Las chicas de la calle acceden a desnudarse para ellos, ante la perspectiva de un buen puñado de billetes y un banquetazo, digno de una orgía romana. Siempre es mejor pasar una noche en un lujoso crucero (¿era un carguero?), que hacer la calle, pura y dura. Aun a riesgo de sufrir algunas magulladuras. No podían imaginar lo condenadamente desquiciados que estaban aquellos carroñeros, que se echaban sobre ellas y se las disputaban a tirones, como las faldas en las rebajas. 

Aproveché un momento en que el caos era total para salir de allí. Iba repartiendo codazos y patadas a discreción, entre aquella masa informe de carne blanda. Las focas chillaban excitadas, revolcándose en champán francés y esputando obscenidades, como presas de un exorcismo. Los pingüinos, despojados de sus elegantes trajes, reventaban bajo mis pies, desprovistos de toda personalidad. La orquesta seguía interpretando Debussi.

En un rincón, junto a la puerta de emergencia, mis ojos tropezaron con dos pupilas dulces y desdichadas. Pertenecían a una de las chicas. No contaba más de catorce años. Una vieja babosa, con la peluca de medio lado, se había derramado sobre ella y la chupaba repugnantemente.

Me acerqué a ellas, hundí un pie en el costado de la vieja borracha, que articuló un gemido inhumano y salió corriendo en busca de otra presa. Ayudé a la niña a incorporarse y la cubrí con un abrigo del guardarropa. Luego, salimos juntos de aquel zoológico. Me quité, por fin, los zapatos. Recogimos mi ropa en el camarote y subimos a cubierta.

Desde arriba no podía oírse el rugir de la fiesta. El aire fresco del mar nos despejó. Mi compañera tiritaba, agarrada a mi cintura. La abracé. Luego, arropados bajo la manta, que había robado del hotel, nos acurrucamos en la escalerilla de babor, a buen recaudo. Ella parecía muy asustada. La tranquilicé: Nadie nos buscaría allí. Mi confidente nunca había fallado una información. Además, en siete horas llegaríamos a N.Y.


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