Me haces daño, amor
y me maltratas,
sabiendo que me he
dado a ti
con el corazón
abierto,
que no te tengo
secretos,
que no tengo
defensas,
que te he brindado
lo poco puro que aún
me quedaba.
Que te rogué
que no jugaras
conmigo,
que te pedí que no me
engañaras,
sabiendo que, si lo
hicieras,
me causarías un gran
dolor
difícilmente
superable.
Me haces daño, amor
y me castigas
por un delito no cometido,
por ser sincero
contigo
y no blindar mi
debilidad,
por amarte sin
medida,
sin tapujos, sin
mentiras,
por ser blando en
exceso,
y no entender lo que
quieres,
por ser torpe,
por no saber ser
quien no soy,
quien tú quisieras
que fuera.
Me haces daño, amor
y me mortifico,
porque soy quien soy,
como soy y lo que
soy,
y, por mucho que tú lo
intentes,
jamás seré de otra
forma,
jamás seré quien
quisieras tú que fuera,
jamás podré tratarte
como esperas
y me muero de pena
por ello
y me flagelo, en
silencio,
en el anonimato de mi
cuarto,
por no estar a la
altura
de lo que tú te
mereces.
Y, haciendo buena mi
profecía,
vuelvo a sufrir,
a llorar,
a caer en la
autocompasión
y en el desprecio
de mi propia estima,
que, al fin y al
cabo,
debe ser lo único
que sé hacer
realmente bien.
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