lunes, 10 de septiembre de 2018

PATRICIA o el arte de aprender a vivir Cap. 4




IV

Una vez escapé del laberinto de la capital, llegué a destino a la hora de comer. Durante el almuerzo estuvimos todo el tiempo hablando de trabajo. Estaba bellísima y la seriedad que le imponía la situación, la hacía mucho más interesante. Quería parecer responsable y se esforzaba por colaborar ante cualquiera de mis preguntas. Deseaba aquel puesto y se le notaba, pero no estaba segura de que le fuera asignado, ya que durante meses, el traidor que le había precedido se había dedicado a hacer contra propaganda. Y, tanto para ella, como para el resto de la plantilla, el staf directivo era algo menos que una guarida de hienas y buitres capaces de devorar las entrañas del primero que se pusiera a tiro. 

No fue difícil recuperar su confianza. Ella creía en mí y como todos los que han pasado por mis aulas de formación, estaba contagiada. Es como si usted nos inoculara un virus, me llegaron a decir en cierta ocasión, habla con tanta seguridad y convicción en lo que hace, que es difícil sustraerse a enfermar de ese espíritu de empresa del que nos habla. Aquello no dejaba de ser un halago, pero a mí me gustaba comprobar, en situaciones como la que me ocupaba, que no estaba exento de cierto fondo de realidad. Diseminados por toda la geografía tenía un equipo de colaboradores que eran míos, mis muchachos, como una segunda gran familia que confiaba en mí como en su tutor y que siempre estarían dispuestos a dar un paso hacia delante con fe ciega, seguros de que mis instrucciones les conducirían al éxito. 

- ¿Quieres seguir dirigiendo la plaza?- Cuando oyó mi propuesta, sus ojos se iluminaron y se clavaron en los míos.

- Es lo que más deseo,  –respondió sin dejar de mirarme- sé que no hemos estado dando el rendimiento adecuado durante los últimos meses, pero espero demostrarle que se puede mejorar mucho. Esta plaza tiene muchas posibilidades aún por explotar y creo que si usted me ayuda, podré desarrollarla a la perfección en menos de un año.

- De acuerdo, el puesto es tuyo, pero ya sabes que los cargos no son vitalicios, hay que ganárselos día a día, con resultados y no con promesas. Espero no tener que justificarme en la central por haber tomado una decisión equivocada.

- Le prometo que no le defraudaré. Puede estar seguro. 

Aquellos ojos claros bañados por una mezcla de satisfacción, orgullo y temor ante la nueva responsabilidad, me volvían loco. Intentaba mantener la serenidad y tuve que enganchar mis pies por detrás de las patas de la silla para no levantarme y coger aquella preciosa cara y llenarla de besos. Ella parecía no percibirlo, aunque nunca he estado seguro y, como para ayudarme, cambió la vista y cogió la botella de vino.

- ¿Le ha gustado la comida? No me dirá que en esta tierra no tenemos el mejor vino del mundo, sangre de dioses le llaman…

- Y tienen razón, pero, apéame el tratamiento y tutéame, no soporto que mis jefes me hablen de usted. Al fin y al cabo, somos marineros del mismo barco...

- Pues no sabes cuanto te lo agradezco, a mí me estaba costando horrores hablarte de usted. Cuando oigo a los demás llamarte Don Rodrigo, me parece una injusticia, el don hace mayor y distancia. Y tú eres muy buena persona, se te nota en la cara… y en los hechos, todo el mundo habla muy bien de ti.

- Gracias.

- No, es la verdad, todo el mundo lo dice, que, una vez que se te conoce, eres una bellísima persona y que gracias a ti, la empresa está llena de gente que cree en lo que hace.

Se estaba soltando y yo esperaba salir levitando de un momento a otro del comedor del restaurante. ¿Por qué las mismas palabras, oídas tantas veces antes, en boca suya sonaban a declaración? No podía dejar de pensar en nuestro anterior encuentro, tan distante, tan fugaz, pero a la vez tan intenso para mí, que había reavivado el fuego que me consumía en lo más íntimo. ¿Sentiría ella algo parecido o simplemente era reconocimiento por haber depositado mi confianza en ella? Tal era mi excitación que no me importaba recurrir, si fuera necesario, a este reconocimiento para atraerla a mí, para conseguir que aquella admiración profesional se convirtiera en amor. Amor, bonita palabra y corta…

 Levanté mi copa y brindé por ella y por el comienzo de una larga carrera llena de éxitos. 

Volvimos a la oficina. Todo estaba en orden y poco más había que añadir. El asunto profesional estaba zanjado. De hecho, había quedado zanjado, días antes, con la toma por sorpresa de las instalaciones por parte de un auditor y la firma voluntaria de la renuncia del anterior jefe. Aquel baboso nos lo había puesto fácil al confesar y firmar que había estado apropiándose de información para venderla a la competencia.  Mi misión, pues, era únicamente de reafirmación de las personas que quedaban en la plaza y la confirmación de que Patricia sería una buena sustituta para el puesto y la persona idónea para ostentar el cargo.

En realidad, según pude comprobar, había sido ella quien había estado llevando los asuntos durante los últimos diez meses. Serás mi persona de confianza, le había dicho su jefe, y desde entonces, todo había pasado bajo su supervisión. Por lo tanto, poco había que enseñarle que ya no supiese, tan sólo una cosa, que ya le había quedado clara: nunca se debe morder la mano que te da de comer, aunque a veces, te maltrate.

Cuando volvimos a salir de la oficina, una única idea cruzaba mi cabeza, pero no sabía como debía conducirme para llevarla a cabo. Todo cuanto había estado pensando durante meses empezaba a entreverarse en una maraña de la que no se veía ningún cabo. Empecé a dudar. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás sin al menos intentarlo.

-Vamos a tomar algo - No era una pregunta, era una orden – aunque, la verdad, lo que necesito es una ducha. Estoy hecho unos zorros.

-Si quieres, podemos hacercarnos hasta el hotel, te das un baño y luego nos vamos a tomar unos vinos y a cenar. Te voy a llevar a un sitio que te va a gustar.

No sé si deliberadamente o no, parecía leer mis pensamientos. Mientras me hablaba con aquella voz que me enamoraba, me miraba a través de sus pestañas, desde abajo, con la cabeza inclinada, evitando el encuentro directo de nuestros ojos. Aquello me devolvió la confianza. Tal vez, no estuviera muy equivocado y el viaje no había sido en vano. ¡Dios, me gustaba cada vez más! Era mucho más bonita de lo que yo recordaba.

Mi coche le gustó. No fallaba casi nunca, de hecho, lo había comprado con esa intención, unos meses antes, cuando me había separado. Era un coche de soltero y me reafirmaba en mi nuevo estado civil. Puse música. Había estado dos días escogiendo y grabando cada tema especialmente para la ocasión, el mejor soul, las canciones más hermosas que se han compuesto nunca, pero sin dejar de tener en cuenta que no debía sonar añejo, no quería que pensara que estaba con alguien capaz de llevarse de maravilla con su padre.

La conversación durante el trayecto fue bastante intrascendente. Yo hablaba maquinalmente, casi sin pensar en lo que estaba diciendo. Mi cerebro no hacía más que darle vueltas a mi plan. ¿Estaría dispuesta a subir a mi habitación? ¿No sería demasiado precipitado? Me moría de ganas, pero no sabía si planteárselo o no. ¿Se acordaría de aquel reto lanzado meses atrás o todo era producto de mi deseo? Ella mientras tanto me hablaba de su ciudad con toda naturalidad. Íbamos camino de mi hotel, pero no había ni asomo de insinuación en la escena. La cabeza me iba a estallar y decidí dejar que los acontecimientos se desarrollaran por sí solos.

El hall del hotel era majestuoso. Cristales y plantas por todas partes. En recepción, la amabilidad de la joven que nos atendió, se contradecía con sus pensamientos, que pude leer en sus ojos, tan claramente como si estuvieran escritos en luces de neón. Primero, su atención perfectamente profesional cuando Patricia preguntó por la habitación que me había reservado, luego, su profesionalidad no fue suficiente para controlar una mezcla de sorpresa, reprobación y censura al mirarme de arriba abajo mientras confirmaba que, en efecto había reservada una habitación doble, sentimiento reafirmado cuando dio la vuelta a mi carnet de identidad y comprobó mi edad. 

-Seiscientos dos, saliendo del ascensor a mano derecha, señor, feliz estancia. -Mientras, realmente quería decir "¿no le parece que es un poco joven para usted, viejo degenerado?".

No quise hacer caso. Seguramente eran imaginaciones mías. Además ¡qué coño! era cierto lo de la diferencia de edad y era cierto que tenía intención de acostarme con aquella criatura, pero ¡qué demonios!, es que los hombres medianamente maduros no tienen derecho a vivir o es que, a lo mejor, había un poco de envidia… Disimulé una malévola sonrisa al agacharme a coger mi equipaje y me dirigí hacia los ascensores. Ella venía conmigo.

-Yo te espero en el bar tomando un café- me dijo.

La sangre se me coaguló en las venas. Sabía yo que era demasiado bonito para que fuera tan sencillo.

-¿Quieres subir y te lo tomas arriba?

- No, no, prefiero esperar aquí abajo. Pero date prisa, que vamos a ir a cenar fuera de la ciudad.

Subí hasta la habitación maldiciendo mi mala suerte. Estaba más desorientado que un crío perdido en unos grandes almacenes. Cuando todo parecía que se me ponía de cara, ella daba un giro de noventa grados y cambiaba de dirección. Esa ha sido una constante en nuestra relación. Sus cambios de sentido siempre me han dejado fuera de juego.

Me metí en la ducha refunfuñando y en diez minutos estaba completamente acicalado. De todas formas, tenía toda la noche por delante para volver a intentarlo. Lo que más me cabreaba era aquella sutil manera, que tenía ella, de despistarme. No estaba acostumbrado a que se jugase conmigo tan descaradamente y, a la vez, de forma tan sutil, que ni siquiera me daba la oportunidad de quejarme, porque no acababa de estar seguro de que lo hacía a propósito, si tenía o si ponía cara de nunca haber roto un plato.

Estaba totalmente colado, embobado, como anulado, yo, el jefe, al que todos tratan con respeto y llaman señor, estaría dispuesto a ponerme a cuatro patas y comer de su mano, si ella me lo pidiera. Me daba miedo, pero quedaba totalmente anulado por la casi devoción, hacia aquella criatura inusual, que me hacía sentir mariposas revoloteando en el estómago. Aunque, lo más seguro, es que no fuera más que hambre.


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