Únicamente el brillo de sus ojos pardos, jaspeado
constantemente de lágrimas y silencios, guarda hoy alguna relación con su
hermoso nombre, elegido por azar o, tal vez, en un estéril intento de dar algo
de contenido a su futuro.
Rocío
nació, radiante y bella, una luminosa mañana de mayo, con la piel fresca de la
primavera y alegría de vivir en el corazón. Sus enormes ojos, abiertos desde el
primer momento de su alumbramiento, parecían buscar. Los dos hoyuelos de sus
cachetes anunciaban que estaba preparada para reír, pero sus diminutos puños,
siempre cerrados, decían que también estaba lista para luchar. Y, como todo el
mundo, lloró en busca de calor y lo obtuvo y, mientras así fue, todo
transcurrió con normalidad.
Más
tarde, las miserias de la vida se cebarían en ella y toda su natural belleza se
truncaría y envolvería su estampa con una pátina impenetrable que la protegería
del mundo. Hoy su edad imprecisa refleja cierta aura de misterio en torno a
ella, una ambigüedad sobrecogedora, que electriza los sentidos. Una hora a su
lado puede parecer una infinitud, sus a menudo, eternos silencios, pueden
enseñar más, que toda una vida y una sola de sus caricias puede dar tanta
ternura, como el abrazo primigenio de una madre.
Su
infancia más temprana, transcurrió con absoluta normalidad, arropada por el
calor de su madre, que fue la única persona, en su vida, capaz de darle amor
sin pedir nada a cambio. Fue creciendo, poco a poco, aprendió a andar y a
hablar, a decir mamá, que la llenaba de orgullo, a ser querida y a obedecer, a
mirar al mundo, con recelo, desde su regazo, amparada por las duras, aunque
suaves, manos que la guiaron desde el comienzo. Aprendió a reír a carcajadas y
a llorar sin dolor, solo por pena, a comprender que la vida no iba a ser
siempre tan sencilla y que no todos habrían de tratarla con amabilidad. A
entender que en el mundo hay normas, que a menudo son incomprensibles, pero que
hay que acatar, porque así debe ser, si no se quiere tener problemas y que unos
mandan y otros obedecen y que, por mucho que se camine, siempre hay alguno que
mande sobre los demás. Y aprendió a jugar, a cantar y a bailar y, con todo
ello, a hacer feliz a su madre, que era lo que más le satisfacía de todo, a ser
una niña dócil y obediente, el orgullo de aquella madre que, inconscientemente
volcaba sobre Rocío todo el amor que no podía ofrecer a su marido ni a su hijo,
demasiado ocupados los dos en tirar de una vida miserable lastrada por el paro,
la marginación y el alcohol.
Hasta
que, a los dos años, nació el pobre
Miguelito y le substrajo por completo la atención de su madre. Con la
estrella cambiada de orientación, aquel pobre diablo había empezado a agonizar
desde el mismo instante de su alumbramiento y durante el resto de su vida, tuvo
que depender de alguien, hasta para sus necesidades más elementales. Por aquel
entonces, tal vez despechado por aquella desgracia, su padre comenzó a beber
más y a maltratar a su madre, pero Rocío casi no recuerda. Sólo entrevé, en la neblina
del tiempo, que cuando apenas
contaba cuatro años, su madre,
consumida en plena juventud, no pudo vivir más, los abandonó, una noche de
invierno, dejándole como única herencia, sus ojos profundos y un calvario.
Pronto la vida había empezado a tratarla con descortesía, marcando la pauta de
lo que iba a ser el resto de su existencia. Y con inflexibilidad, le ha
ido maltratando tenazmente la belleza, a
golpe de no dormir, más que tres o cuatro horas, cada noche y estropearse la
salud, limpiando la mugre de otros.
Una
fotografía de color sepia, llena de grietas, es el único testimonio que le
queda de su infancia, lo demás se ha ido perdiendo con el tiempo y perdiéndose
en el olvido, quizá por culpa de ese otro recuerdo, que borró los anteriores,
aquella imagen tétrica de una mujer arrugada en plena juventud, expirando de
cansancio y de pobreza, aquella mujer a
la que debió querer de verdad, con el infinito amor, que solo una niña de
cuatro años, es capaz de dar, aquella a la que, en sus últimos momentos,
sujetando su manita junto al lecho de muerte, le arrancó una inexorable promesa
que durante años ha sido la causa de su desgracia y ha marcado su destino, la
más cruel de las pruebas para su generoso corazón.
Es
entonces, que comienzan los recuerdos para Rocío. Una vida difícil para aquella
niña, única hembra de una casa de varones descastados que jamás supieron tener
una muestra de cariño hacia ella. Con un crío de dos años, el pobre Miguelito, a caballo constante
entre la vida y la muerte por culpa de una pérfida leucemia, un viejo
alcohólico, testarudo, irracional, que por genética, fue su padre y por la
fuerza, su amo, y otro hermano, un déspota, que nunca se supo de quien era hijo
y que había crecido en la familia, como un pájaro cuco en el nido ajeno, a
costa de los polluelos propios. Ahí, si hay recuerdos. Todos malos. Peleas
inacabables con aquellos dos engendros de la miseria, gritos, escándalos,
vergüenzas, andar siempre de un lado a otro tras ellos, bien para sacarlos
borrachos de algún bar, bien, para sacarlos de la cárcel, donde ya la conocían
con el triste apodo de el ángel de los
desheredados. A su edad recibió más responsabilidades juntas que un ser
humano normal en toda su vida. Y de no haber sido por el pobre
Miguelito, no hubiera dudado en romper su promesa más de una vez. Pero sólo
de pensar qué sería de aquella pobre criaturita, que a sus siete años no
abultaba más que un crío de cuatro, su orgullo se desvanecía y una concha de
resignada privación, la enajenaba de sí misma.
Cuando
Rocío conoció a H, habían pasado cinco años, estaba hermosa, como no lo había
estado mujer alguna y ya empezaba a estar harta. Harta del borracho de su
padre, harta del hermanastro y sus zanganerías, harta de no poder devolver la
salud al pobre Miguelito, harta de
los señoritos de las casas donde servía, que andaban siempre con las manos
donde no debían, harta de trabajar en la calle y en la casa y de no contar más
que con sus ingresos para sacarlo todo adelante, harta de esperar alguna
alegría de aquella vida tan tacaña y miserable, harta...
H
fue la única persona en su vida que la trató con amabilidad, el único que le
habló con dulzura y le ofreció un poco de comprensión. De pronto, apareció como
la lluvia temprana, empapando su vida con un sentimiento nuevo. Entonces tuvo
la sensación de que todo aquello era demasiado bueno, así, de repente.
Venía
de la ciudad y sus modales eran muy distintos. Educado, sensible, daba gusto
escucharle, nunca tenía una palabra malsonante ni un reproche. Era ingeniero de
caminos y estaba dirigiendo las obras de un pantano a pocos kilómetros de allí.
Un hombre culto y sencillo, que desde el primer momento le habló con
sinceridad.
En
un principio, Rocío se puso a la defensiva, no comprendía muy bien qué
intenciones podría esconder aquel hombre de buena familia, con un importante
puesto de responsabilidad en el Ministerio y con todo el dinero que pudiera
desear, para con una pobre aldeana sin educación, con las manos ásperas de
tanto limpiar y las ropas desfiguradas por los parches sobrepuestos. Pero él
era distinto a todos los demás, no buscaba nada, simplemente la esperaba por
las tardes en el parque, cuando ella sacaba al pobre Miguelito para que tomara un poco de aire fresco, y charlaba
con ella o la invitaba a dar un paseo por la carretera, hasta el merendero de
la Eulogia, donde se sentaban, durante horas, hablando de un montón de cosas
maravillosas, que algún día, cuando terminaran las obras del pantano, la
llevaría a conocer. Porque H estaba enamorado de Rocío y quería con su amor
indemnizar de alguna manera aquella vida tan accidentada.
De
esta forma se fueron aplacando en cierto modo las desdichas, entre ilusiones y
promesas, entre planes y caricias y, antes de completado el primer año de sus
relaciones, nadie sería capaz de dudar, que aquello terminaría en matrimonio,
que por fin, la muchacha había encontrado alguien bueno, que se preocupaba de
ella. Rocío y el ingeniero hacían planes para el futuro y, por primera vez en
muchos años, las vecinas vieron sonreír a la muchacha y bendecían a Dios que,
por fin, se había apiadado un poco de la pobre criatura y bendecían la pareja.
Tantas eran las penas que había pasado, que merecía haber encontrado a ese
hombre comprensivo. Incluso el pobre
Miguelito pareció recuperar algo de color, como queriendo aportar con su
mejoría un granito de arena a la felicidad de la muchacha.
Como
en la mayoría de las ocasiones en que se es feliz, los días pasaron muy
deprisa, casi desapercibidos. La obra del pantano concluyó y el momento que,
tantas y tantas noches, habían estado planeando, llegó. Pero Rocío le daba
largas. Sentía pánico de tomar aquella decisión. Nuevamente el insomnio le
llenó las bolsas de los ojos y su sonrisa volvió a tornarse mustia por la
preocupación. H lo sabía y no la atormentaba. Esperó un mes más y luego, otro y
otro y otro, en silencio, dejándole tiempo para que preparase su definitivo
paso adelante, pero su carácter volvía a ser cada vez más agrio. Ya no sonreía,
apenas salía de casa para ir a trabajar y hablaba con él fugazmente, como
inmersa en hondos abismos de pensamientos negros, sufriendo en silencio, hasta
que una noche, una amarga elocuencia se apoderó de sus labios, para soltar, de
una vez, sin respirar apenas, todo el veneno que la consumía.
Le
confesó que lo amaba, como nadie en el mundo era capaz de explicar. Su cuerpo
de mujer y su corazón de amante le pedían a grandes voces que escapara, que se
fuera con él al fin del mundo. Entre lágrimas le contó cuántas veces, en la
soledad de su jergón, había soñado con ser su esposa, cómo deseaba vivir el
resto de su vida junto a él... Sin embargo, todos tenemos una cruz, una
penitencia particular que nos es impuesta como renta por vivir en este infierno
y a ella le había tocado sacar adelante una casta de desheredados y ella debía
cumplir con su misión, muchas veces, sin llegar a comprender muy bien por qué
lo hacía, sin llegar muy bien a alcanzar qué extraño poder mágico encerraba el
juramento que había hecho en el pasado y que la obligaba a velar por una criatura
infeliz, que mejor estaría muerta que viva. Y ahora, que amaba sin límites,
como nunca había hecho en toda su vida, ahora, que tenía ante sí la oportunidad
de rehacer su maltrecha existencia, otro tipo de amor irracional y congénito
que corría por su sangre, le empujaba desde dentro impidiéndole abandonar la
camada.
Lloraba
amargamente y H, absorto de estupor, intentó convencerla con todos los
argumentos que hallaba a su alcance. Nadie podía estar obligado de por vida a
arrastrar aquella carga, no había motivo para seguir humillándose ante aquel
par de bestias negras, que la trataban como a un perro y se aprovechaban de su
bondad, en cuanto al juramento, podía cumplirlo, ya que al pobre Miguelito iría allá donde fueran ellos. Pero fue inútil, no
se puede luchar contra la sinrazón del instinto. Aquella noche se despidieron
llorando, era la última despedida, esa que llena las frases de puntos
suspensivos, sin decir adiós y a la vez, sin una cita.
Ningún
ser humano ha llorado tanto. En sus ojos en ningún momento volvió a faltar una
lágrima. La felicidad había pasado por su puerta, como los trenes, por un
apeadero de segunda, con el tiempo justo para tomarlos y huir. Y precisamente
en un tren, se alejó de ella. H no podía demorar por más tiempo su partida.
Tenía que dirigir una nueva obra en el Norte de África.
Volvió
a ser Rocío, la desgraciada, fregando pisos con más fuerza que nunca, como
queriendo castigar una falta, que nunca había cometido, luchando contra su
destino ciegamente, ajena al mundo y a sus gentes. Los días y las noches se
fundían en sus manos y lo mismo se la podía ver de noche que de día, inclinada
hacia abajo sobre su labor, sin dejar de trabajar ni un solo instante, como si
de aquella manera, consiguiera alejar de su recuerdo la imagen de lo perdido.
Llorando en silencio, sin una queja, sin un reproche.
Transcurrieron
dos años. Una noche, mientras planchaba la ropa, el pobre Miguelito dio su último suspiro. Lo hizo, como siempre vivió,
sin una mueca de dolor, sin una queja. La muerte se lo llevó suavemente, como
si le quisiera recompensar por su vida. Se fue de noche. Y con él, se fueron
muchas cosas, sobre todo, el negro nubarrón que invadía los pensamientos de
Rocío. Ahora veía muy claro que nada le unía a aquella casa ni a sus despreciables
inquilinos, allá ellos con sus miserias.
Y
harta de estar harta, decidió intentar la aventura de salir a buscar su vida,
quizá le quedara tiempo para poder rehacerla. Sin más preparativos que una
maleta pequeña, con sus mejores prendas y sin despedirse de nadie, subió al
tren sin mirar atrás, como temiendo aún, al hechizo que la ataba al pueblo. El
silbato del tren le heló la sangre, allí estaba ella, cruzando por primera vez
el umbral del mundo, que empezaba allá donde se perdían los campos y por
primera vez también, sintió que su cuerpo era todavía joven, a pesar de su
alma.
La
ciudad. Un sobrecogimiento de pánico y admiración, una locura emocional mezcla
de alegría, impaciencia y miedo en un fino frasco de cristal. Todo era tan
grande y desconocido, tan inhóspito y acogedor a la vez. Millares de personas
se movían como hormigas, de un lado para otro, sin reparar siquiera en su
presencia y ella allí, en medio, con su maleta, su aspecto provinciano y una
única conexión con aquel mundo de ruido y colores, una clave misteriosa escrita
en un trozo de papel, debajo de un nombre, el de H.
Entró
en un bar y pidió un café. No sabía qué hacer. Por una parte, necesitaba verlo,
volver a hablar con él, sentirlo nuevamente entre sus brazos, volver a amarlo...
Pero, había pasado mucho tiempo y, tal vez, ya no quisiera saber nada de
ella... ¡¡Dios, Dios!! Tenía que seguir adelante, intentar volver a coger el
tren de la felicidad, al menos, intentarlo.
La
casa de H era suntuosa, a Rocío se le antojó un palacio. A punto estuvo de dar
marcha atrás y olvidar aquel sueño, tantas veces acunado. ¿Sería igual ahora?
¿Cómo la recibiría? ¿No habría olvidado ya a la pobre aldeana de provincias,
que había conocido en uno de tantos trabajos? No, H no era así, ella lo sabía.
Habían pasado dos años pero en sus oídos resonaban aún las frases amables y los
piropos ingeniosos y en su piel se conservaba aún el calor de sus caricias.
Llamó
a la puerta. Un criado vestido de negro la recibió con afectada cortesía.
Cuántas veces maldijo a aquel pobre hombre correcto y amable, cuánto llegó a
odiarlo sin conocerlo. Él fue su último contacto con la vida, un viejo
desconocido y amable. H no vivía en la casa desde hacía dos meses, al casarse
había cambiado de domicilio a...
¿Para
qué continuar escuchando? Una avalancha de vacío la envolvió, tornó sobre sus
pasos en silencio, atrás, el maldito viejo seguía dando explicaciones, pero
Rocío ya no escuchaba. Odió con todas sus fuerzas al mundo entero. Odió sin
distinción, sin discriminación. Con su maleta en la mano se internó nuevamente
en la ciudad, como quien entra en una cueva, como un tren que desaparece en un
túnel.
Hoy
se llama Pepa, vive y trabaja en Madrid, en la calle, junto al Rastro y, por no
más de dos o tres mil pesetas, puede ser vuestra toda la noche, amándoos en
silencio con tal intensidad que da la sensación de que cada vez va a ser la
última.
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