miércoles, 28 de febrero de 2018

La metamoscosis


I

 Acarreaba cansancio hasta la saciedad y deseaba acostarme cuanto antes. Quería olvidar todo lo ocurrido durante la tarde noche y dejar de oír a mi pareja, con sus locos lamentos, como de plañidera de funeral.
Son tiempos muy difíciles para mí, últimamente, todo me sale mal y mi matrimonio ha comenzado a hacer aguas, como lo demuestra la delirante discusión de esta misma noche, ha sido una de las experiencias más desagradables de mi vida.
Al regresar a casa, de vuelta de una “agradable visita familiar” a casa de mi suegra y sus mil endemoniados gatos, estalló, entre mi pareja y yo, la más cruenta batalla verbal que nadie pueda imaginarse en una relación, donde se supone que el amor es la base. Poco le faltó, para descalabrarme, cundo me tiró un florero a la cabeza.
Entonces, de pronto, paró de gritar y, como siempre, me recriminó que los vecinos se enterasen de que su pareja ya no le aguantaba. Los vecinos deben estar ya acostumbrados a nuestras continuas peleas. Salí del comedor y entré en la habitación, dando un portazo. Y sí, los vecinos ya deben haberse acostumbrado a lo que, según mi adorable madre política, son pequeñas disputas de recién casados. Lo cierto, es que doce años de broncas deben haber amoldado hasta al más quisquilloso.
Mientras mi amor corría a la cocina a prepararse otra dosis de tila, me quité la camisa con rabia, arrancando de cuajo todos los botones y la arrojé con furia contra el retrato de mi suegra y sus repugnantes bichos, que preside su mesita de noche. Lo mismo hice con el resto de mi ropa, hasta que el retrato acabó en el suelo, sobre la alfombra.
Me acosté sin ropa sobre las sábanas y comencé a dar vueltas, presa de los nervios, en busca de una postura que me permitiera conciliar el sueño. No deseaba pensar más en aquel desagradable asunto.
Debí dormirme enseguida, posiblemente pasaron un par de minutos. Tampoco sé cuánto tiempo estuve durmiendo, pero me pareció excesivamente corto, además, mi cruz aún no se había acostado, y sin embargo, había soñado un centenar de historias fantásticas, que habían relajado mi mente y mis nervios, sobre todo, al final de mis sueños…
Intenté dormirme de nuevo. Necesitaba continuar el último sueño, quería volver a ver aquellos ojos negros y brillantes como perlas, que me hacían flotar por la habitación, con un atisbo de sensualidad, una mujer, aquellos pechos hermosos y turgentes, que iban perdiendo su inmaculada blancura en cadencia cromática lenta y sugestiva, hasta florecer en el rosa pálido de sus pezones. Aquella cálida voz, que me acariciaba la piel y aquel cuerpo delicado y maravilloso, que invitaba a hacer el amor con pasión ciega y adentrarse en el multicolor mundo de las sensaciones, en la dimensión de los olores o de los colores y explotar de gozo. Soñar es maravilloso.
Pero mi bella amante se fue convirtiendo lentamente en la más etérea y mística de las vírgenes y bajo mi ansiosa mirada llena de deseo, se evaporó en los colores de una puesta de sol y se filtró en mi cuerpo y, por más que lo deseé, no pude volverme a dormir.
Con los ojos aún cerrados, intentaba revivir lo ocurrido con esa dulce mujer de mis sueños y daba vueltas, aquí y allá, sintiendo todavía el calor de su cuerpo, la cadencia de sus latidos y el fulgor de su imagen, que despedía destellos de luz cegadora para alejarme de sí.
Por fin, una fuerza desconocida para mí, me obligó a saltar rápidamente al vacío y comencé a caer lenta pero inexorablemente. Era muy agradable la sensación de sentirse en el aire, sin nada que tocase el cuerpo, como flotando, cayendo y cayendo. La velocidad de mi caída iba aumentando, poco a poco, cada vez caía más rápidamente y de pronto, sentí miedo. No podía estar cayendo indefinidamente, tropezaría, en algún momento, con algún obstáculo, con el suelo… ¡Me mataría!
Abrí los ojos y comencé a agitar los brazos y las piernas con desesperación, arriba y abajo, adelante y atrás, una y otra vez, a gran velocidad. Y lo conseguí, me elevaba nuevamente.
Tan pendiente estaba, en mi desesperación por ganar altura que, hasta pasado un rato, no me di cuenta de la enorme cantidad de objetos, repetidos e idénticos, que aparecían ante mis ojos, moviéndose de un lado a otro, sin parar, como en una ruleta. Era enloquecedor, intenté cerrar los párpados para no caer en el desmayo, pero no era posible, forcé la presión, presa del pánico y todo se apagó.
No era capaz de reaccionar ante toda aquella serie de circunstancias anormales. “Debo haber bebido demasiado”, pensé, pero algo me decía que no era esta la causa de la pesadilla, “Tal vez, sea un sueño aún, pero entonces, ¿por qué siento que floto?, ¿dónde está mi cama?”.
Súbitamente choqué contra algo y, antes de perder nuevamente el equilibrio, me así a aquello con todas mis extremidades, ¿todas? Estaba de pie sobre algo, pero como del revés, ya que notaba como todo mi cuerpo tendía a caer hacia arriba… aunque me sentía bastante bien.
          Entonces comprendí que, en realidad, estaba ocurriendo algo muy grave. Relajé mis ojos lentamente para observar, de nuevo, todo cuanto me rodeaba. Nuevamente aparecieron los mil objetos repetidos, pero ya no se movían y era todo aquello, que mi pareja y yo habíamos ido colocando a lo largo de nuestra relación, estaba en  mi habitación. Más tarde, descubriría que no corría peligro de marearme, mientras estuviera inmóvil, para moverme solo debía apagarlos y guiarme intuitivamente.

II

Cuando ya estuve más calmado, intenté hacer un esbozo de la situación en que me encontraba. Lo más cercano a mi piel, todo aquello que parecía estar pegado a mi cuerpo,  era de color negro y peludo, como un abrigo de piel de toro, intenté comprobarlo con mis manos y descubrí que habían desaparecido y en su lugar, había algo que sustituía a manos y brazos, una especie de remos tiesos sin ninguna clase de movimiento intermedio.
Enseguida descubrí el funcionamiento de mis nuevos ojos, tan solo había que saber dosificar las imágenes. Por ejemplo, allí abajo veía la cama, la silla, la alfombra, pero no era una unidad lo que yo veía, sino múltiples conjuntos de cama, silla, alfombra, superpuestos y apiñados, como si los viera a través de uno de aquellos colgantes de cristal tallado de las lámparas antiguas, así que, lo único que debía hacer, era aislar mentalmente uno de aquellos grupos y concentrarme en él.
Una vez controlada la técnica de mi nueva vista, decidí averiguar lo que realmente estaba ocurriendo. No parecía estar soñando y eso me tenía perplejo, pero no era lo que más me preocupaba. Mi nuevo aspecto acaparaba mi atención, mis extremidades habían desparecido de su habitual ubicación y se habían transformado, en lugar de mis brazos, había como dos pétalos transparentes, surcados, en toda su superficie, por unas ramificaciones, tal vez nerviosas, que se extendían de mi cuerpo hacia sus bordes y estaba sorprendido de tenerlos, ahora, como en la espalda.
Antes, ya me había dado cuenta de que estaba de pie, patas arriba, pero ahora, veía que no estaba en mi habitual posición vertical, sino, paralelamente  al plano que me sostenía. Mis piernas, las de siempre, habían desaparecido y en su lugar, no había nada que las sustituyese, sin embargo, de mi tronco habían brotado tres pares de peludas patas negras, con infinidad de pelillos quebrados y resistentes que me mantenían asido a lo que fuera.
Aun conservando la calma, la excitación era dueña de mi mente. No lograba entender, por mucho que mi imaginación trabajase, qué era lo que había ocurrido con mi cuerpo. Estaba muy nervioso y mis pensamientos eran tan intensos y fuertes, que me rebotaban en el interior de la cabeza.
Necesitaba gritar, descargar toda aquella masa etérea de miedo, que amenazaba en hacerme enloquecer. Intenté gritar, abrir la boca cuanto pudiese y chillar desgarradamente. No oía nada, ni siquiera pude abrir la boca, mi boca ¿qué había pasado con ella? No existía. Una especie de trompeta se estremecía con mis intentos.
Ahora estaba claro, mi cuerpo ya no era el mío. Había sufrido una especie de mutación incomprensible, debido, tal vez, a cualquier fenómeno extraño a mi control. No era ya un hombre, ¡era una mosca!
¡Una mosca, una mosca! Mi cabeza estaba a punto de estallar. La maldita afirmación chocaba contra la fina superficie de mis desconocidas pupilas, que ya no lloraban.
Inconscientemente, dejé de aferrarme a mi soporte y caí, ahora no era felicidad ni miedo lo que llenaba mi estómago, sino unas desesperadas ansias de morir.

III

En un bar de la plazoleta de las fuentes, dos viejos, cogidos por ambas manos, parecían estudiar sus venas hinchadas y descifran en ellas el pasado, con una intención casi futuróloga.
-¿Cómo estás, Juan? Hacía ya mucho tiempo…
Sus ojos, temblorosos por la vejez, recobraban nueva vida con la humedad.
-No pienses en ello… lo pasado no debe tener más importancia para nosotros, que a punto estamos de conocer la verdadera cúspide de la vida.
-Has debido de sufrir mucho, Juan, te han hecho mucho daño y estás ya muy viejo.
-Son treinta y ocho años sólo, pero el tiempo es cruel con nosotros. No queríamos pensar nunca en ello y vivíamos, simplemente, de nuestro presente. ¿Recuerdas?
-Sí, nuestro presente. No era más que un camastro en un cuartito pequeño, lleno de papeles por todas partes. Y el retrato de una antigua novia tuya presidiéndolo todo…
-Pobre Carmeta, ¿qué habrá sido de ella?...
A su alrededor, comenzaba a condensarse el aire, formando una capa, casi opaca, difícil de penetrar.
-Murámonos, Juan. Acabemos, de una vez, con esta vida. Siento curiosidad…
Entonces, la nebulosa se disipó y los viejos comenzaron a difuminarse, repartiendo sus partículas por todo el aire de la sala.
“¡Oigan, esperen!, grité, “¿Adonde van? ¡No me dejen!”, pero era, ya, demasiado tarde, además, ¿para qué quería, yo, su presencia? nada, ni siquiera pude abrir la boca, mi boca ¿qué había pasado con ella? No existía. Una especie de trompeta se estremecía con mis intentos.

Ahora estaba claro, mi cuerpo ya no era el mío. Había sufrido una especie de mutación incomprensible, debido, tal vez, a cualquier fenómeno extraño a mi control. No era ya un hombre, ¡era una mosca!
¡Una mosca, una mosca! Mi cabeza estaba a punto de estallar. La maldita afirmación chocaba contra la fina superficie de mis desconocidas pupilas, que ya no lloraban.
Inconscientemente, dejé de aferrarme a mi soporte y caí, ahora no era felicidad ni miedo lo que llenaba mi estómago, sino unas desesperadas ansias de morir.

IV

Nuevamente desperté. ¿Cuántas veces lo haría, a lo largo de aquella noche? Me dolía la cabeza y las cuencas de los ojos. Instintivamente comencé a caminar, tambaleándome dentro de mi cuerpo recién estrenado.
“Alguien se alegrará de mi nuevo aspecto”, pensé. La desesperanza ya había dejado de protagonizar mis ideas, para paso a la resignación. Sentía deseos de conocer totalmente las posibilidades que me ofrecía el nuevo estado. Recordaba que alguien había dicho, que la verdadera belleza de las cosas se encontraba vaporizada en los cuerpos más horribles, como un envoltorio de seda finísima… ¡Qué estupidez! Era una afirmación tan irreal, como la irrealidad de mis ojos múltiples.
Yo sabía que, de un momento a otro, me despertaría y olvidaría todo el fundamento de esta pesadilla, pero deseaba conocer las cosas desde mi actual posición estratégica, de cara al hombre. Deseaba sacar todo el partido posible del privilegio que representaba saberme mosca.
Comencé a volar ¡Qué hermosa sensación! Un simple y descansado movimiento de mis alas y el viento comenzaba a acariciar mi cuerpo con toda su frescura. Subía, bajaba y me desplazaba por invisibles toboganes aéreos, que convertían mi habitación en una gigantesca montaña rusa. Las cosas poseían, para mí, una nueva dimensión, que no podría reflejar con palabras, no eran tridimensionales, ni siquiera poseían un contorno definido, eran simples colores adimensionales, una composición artística, donde la forma no tenía ninguna importancia y el color era pura poesía cálida y viva. Es necesario convertirse en mosca para comprenderlo.
El éxtasis dominaba ya mi mente en aquel sueño maravilloso. Por un momento, deseé permanecer así toda la vida. Era tan sencillo, que apenas podía imaginarse. Eduardo intentó explicármelo, alguna vez, pero yo no llegaba a comprenderlo, con mi cerebro de “estructuras intelectuales autosuficientes”. Tal vez, él tenga una visión más avanzada. Y le llaman loco.
En eso estaba, cuando se abrió la puerta de la habitación y apareció mi mujer. Me había olvidado de ella. Era toda una atracción. Su cara de torta era, ahora, mucho más redonda y las cavidades de sus ojos, boca y nariz, parecían agujeros sucios de cualquier pozo negro. Me acerqué a ella, mientras se dirigía a la cama y comencé a zumbar alrededor de su cabeza.
Supe que gritaba, al ver el agujero de su boca, arriba y abajo, grande y pequeño. Y me sentí contento de ser sordo. “¿Serán sordas todas las moscas?” Realmente no me importaba. Se estaba muy a gusto sin oír aquellos gritos.
Era evidente su desconcierto, al descubrir que yo no estaba en la cama. Comenzó a revolverlo todo, miró debajo de la cama, dentro del armario, detrás de las cortinas, en el balcón… y yo, todo el rato, a su lado, encima de su hombro.
Cuando se hubo convencido de mi “desaparición”, el espectáculo se desbordó. Sus brazos comenzaron a agitarse velozmente, produciendo ante mis ojos una nube densa de colorido, que se proyectaba, arriba y abajo, creando suaves cortinas de luz, onduladas y veloces.
Salimos de la habitación y por el pasillo, me lanzó un manotazo, que de no haber sido por mis reflejos, le habría proporcionado la viudedad, que tanto ansiaba. Me había salvado por poco, era cuestión de no confiarse demasiado.
Fue entonces, cuando se me ocurrió urdir un plan: debía acabar con su vida. Comencé a aparecerme allí donde se encontrase. Me paraba en su cara, en la boca, en su comida y era consciente de que habría momentos en los que iba a tener que hacer un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. Yo sabía que las moscas le daban asco y lo explotaba.
Intentó matarme con insecticida, con la mano, con trapos, pero todo el tiempo me escapaba de sus instintos asesinos. Incluso, una vez, intentó que me fuera de la casa, apagando la luz y abriendo la ventana. Pero yo no era una mosca normal, a mí la oscuridad no me da miedo, me encanta. En esa ocasión esperé atento, delante suyo y, cuando encendió la luz, en la convicción de mi fuga, me lancé en picado hacia su boca y le toqué la lengua con todo el cuerpo. Esta vez, no pudo resistirlo y enloqueció nuevamente. Movía la cabeza de un lado a otro y escupía sin cesar. Tal vez, las moscas debieran ser humanas alguna vez.
Esta fue la última vez que pude atacarle. Más tarde, espolvoreó sobre la mesa gran cantidad de granos de azúcar y esperó a que yo, llevado por un instinto animal que me dominaba, pusiera mis patas sobre el azúcar. Descargó un tremendo golpe y caí al suelo.
En ningún momento, aun sabiendo cuan cerca estaba mi muerte, me arrepentí de cuanto había hecho. Había tenido que esperar toda una vida para disfrutar verdaderamente un rato y no era cuestión de arrepentirse ahora, a puertas de la despedida.
Concentré mis fuerzas en resistir el dolor que sentía en mi vientre, desgarrado, para expandirse en ondas por todo mi cuerpo. Cerré los ojos, los apagué, en espera del momento crucial. Sin embargo, no dejaba de sentir una especie de orgasmo recorriéndome las venas, “Es dulce la muerte”, pensé y me recreé en ello.

V
Mi pareja besaba mis labios con fuerza y su respiración entrecortada dejaba escapar pequeños jadeos suavizados por el placer. Mis brazos se asían a su tronco, con insistencia casi animal y nuestros cuerpos se balanceaban, el uno sobre el otro, formando un conjunto uniforme.
No comprendo nada. Hace unos minutos, me despedía con resignación de la vida y ahora, estoy en la cama, haciendo el amor con mi pareja, como si nada hubiera ocurrido.
¿Qué ha ocurrido con mi cuerpo peludo? ¿Qué habrá sido de mi desbordada amante? ¿Qué hay de aquellos ancianos, amigos ocasionales desconocidos? No puedo recordarlo. Deseo, con todas mis fuerzas, concentrarme en ello, pero mi pareja, visiblemente arrepentida, insiste en hacerme el amor.


¿Continuará?

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