I
Acarreaba cansancio hasta la saciedad y
deseaba acostarme cuanto antes. Quería olvidar todo lo ocurrido durante la
tarde noche y dejar de oír a mi pareja, con sus locos lamentos, como de
plañidera de funeral.
Son
tiempos muy difíciles para mí, últimamente, todo me sale mal y mi matrimonio ha
comenzado a hacer aguas, como lo demuestra la delirante discusión de esta misma
noche, ha sido una de las experiencias más desagradables de mi vida.
Al
regresar a casa, de vuelta de una “agradable visita familiar” a casa de mi
suegra y sus mil endemoniados gatos, estalló, entre mi pareja y yo, la más
cruenta batalla verbal que nadie pueda imaginarse en una relación, donde se
supone que el amor es la base. Poco le faltó, para descalabrarme, cundo me tiró
un florero a la cabeza.
Entonces,
de pronto, paró de gritar y, como siempre, me recriminó que los vecinos se
enterasen de que su pareja ya no le aguantaba. Los vecinos deben estar ya
acostumbrados a nuestras continuas peleas. Salí del comedor y entré en la
habitación, dando un portazo. Y sí, los vecinos ya deben haberse acostumbrado a
lo que, según mi adorable madre política, son pequeñas disputas de recién casados.
Lo cierto, es que doce años de broncas deben haber amoldado hasta al más
quisquilloso.
Mientras
mi amor corría a la cocina a prepararse otra dosis de tila, me quité la camisa
con rabia, arrancando de cuajo todos los botones y la arrojé con furia contra
el retrato de mi suegra y sus repugnantes bichos, que preside su mesita de
noche. Lo mismo hice con el resto de mi ropa, hasta que el retrato acabó en el
suelo, sobre la alfombra.
Me
acosté sin ropa sobre las sábanas y comencé a dar vueltas, presa de los
nervios, en busca de una postura que me permitiera conciliar el sueño. No
deseaba pensar más en aquel desagradable asunto.
Debí
dormirme enseguida, posiblemente pasaron un par de minutos. Tampoco sé cuánto
tiempo estuve durmiendo, pero me pareció excesivamente corto, además, mi cruz
aún no se había acostado, y sin embargo, había soñado un centenar de historias
fantásticas, que habían relajado mi mente y mis nervios, sobre todo, al final
de mis sueños…
Intenté
dormirme de nuevo. Necesitaba continuar el último sueño, quería volver a ver
aquellos ojos negros y brillantes como perlas, que me hacían flotar por la
habitación, con un atisbo de sensualidad, una mujer, aquellos pechos hermosos y
turgentes, que iban perdiendo su inmaculada blancura en cadencia cromática
lenta y sugestiva, hasta florecer en el rosa pálido de sus pezones. Aquella
cálida voz, que me acariciaba la piel y aquel cuerpo delicado y maravilloso,
que invitaba a hacer el amor con pasión ciega y adentrarse en el multicolor
mundo de las sensaciones, en la dimensión de los olores o de los colores y
explotar de gozo. Soñar es maravilloso.
Pero
mi bella amante se fue convirtiendo lentamente en la más etérea y mística de
las vírgenes y bajo mi ansiosa mirada llena de deseo, se evaporó en los colores
de una puesta de sol y se filtró en mi cuerpo y, por más que lo deseé, no pude
volverme a dormir.
Con
los ojos aún cerrados, intentaba revivir lo ocurrido con esa dulce mujer de mis
sueños y daba vueltas, aquí y allá, sintiendo todavía el calor de su cuerpo, la
cadencia de sus latidos y el fulgor de su imagen, que despedía destellos de luz
cegadora para alejarme de sí.
Por
fin, una fuerza desconocida para mí, me obligó a saltar rápidamente al vacío y
comencé a caer lenta pero inexorablemente. Era muy agradable la sensación de
sentirse en el aire, sin nada que tocase el cuerpo, como flotando, cayendo y
cayendo. La velocidad de mi caída iba aumentando, poco a poco, cada vez caía
más rápidamente y de pronto, sentí miedo. No podía estar cayendo
indefinidamente, tropezaría, en algún momento, con algún obstáculo, con el
suelo… ¡Me mataría!
Abrí
los ojos y comencé a agitar los brazos y las piernas con desesperación, arriba
y abajo, adelante y atrás, una y otra vez, a gran velocidad. Y lo conseguí, me
elevaba nuevamente.
Tan pendiente
estaba, en mi desesperación por ganar altura que, hasta pasado un rato, no me
di cuenta de la enorme cantidad de objetos, repetidos e idénticos, que
aparecían ante mis ojos, moviéndose de un lado a otro, sin parar, como en una
ruleta. Era enloquecedor, intenté cerrar los párpados para no caer en el desmayo,
pero no era posible, forcé la presión, presa del pánico y todo se apagó.
No
era capaz de reaccionar ante toda aquella serie de circunstancias anormales.
“Debo haber bebido demasiado”, pensé, pero algo me decía que no era esta la
causa de la pesadilla, “Tal vez, sea un sueño aún, pero entonces, ¿por qué
siento que floto?, ¿dónde está mi cama?”.
Súbitamente
choqué contra algo y, antes de perder nuevamente el equilibrio, me así a
aquello con todas mis extremidades, ¿todas? Estaba de pie sobre algo, pero como
del revés, ya que notaba como todo mi cuerpo tendía a caer hacia arriba… aunque
me sentía bastante bien.
Entonces comprendí que,
en realidad, estaba ocurriendo algo muy grave. Relajé mis ojos lentamente para
observar, de nuevo, todo cuanto me rodeaba. Nuevamente aparecieron los mil
objetos repetidos, pero ya no se movían y era todo aquello, que mi pareja y yo
habíamos ido colocando a lo largo de nuestra relación, estaba en mi habitación. Más tarde, descubriría que no
corría peligro de marearme, mientras estuviera inmóvil, para moverme solo debía
apagarlos y guiarme intuitivamente.
II
Cuando
ya estuve más calmado, intenté hacer un esbozo de la situación en que me
encontraba. Lo más cercano a mi piel, todo aquello que parecía estar pegado a
mi cuerpo, era de color negro y peludo,
como un abrigo de piel de toro, intenté comprobarlo con mis manos y descubrí
que habían desaparecido y en su lugar, había algo que sustituía a manos y
brazos, una especie de remos tiesos sin ninguna clase de movimiento intermedio.
Enseguida
descubrí el funcionamiento de mis nuevos ojos, tan solo había que saber
dosificar las imágenes. Por ejemplo, allí abajo veía la cama, la silla, la
alfombra, pero no era una unidad lo que yo veía, sino múltiples conjuntos de
cama, silla, alfombra, superpuestos y apiñados, como si los viera a través de
uno de aquellos colgantes de cristal tallado de las lámparas antiguas, así que,
lo único que debía hacer, era aislar mentalmente uno de aquellos grupos y
concentrarme en él.
Una
vez controlada la técnica de mi nueva vista, decidí averiguar lo que realmente
estaba ocurriendo. No parecía estar soñando y eso me tenía perplejo, pero no
era lo que más me preocupaba. Mi nuevo aspecto acaparaba mi atención, mis
extremidades habían desparecido de su habitual ubicación y se habían
transformado, en lugar de mis brazos, había como dos pétalos transparentes,
surcados, en toda su superficie, por unas ramificaciones, tal vez nerviosas,
que se extendían de mi cuerpo hacia sus bordes y estaba sorprendido de
tenerlos, ahora, como en la espalda.
Antes,
ya me había dado cuenta de que estaba de pie, patas arriba, pero ahora, veía
que no estaba en mi habitual posición vertical, sino, paralelamente al plano que me sostenía. Mis piernas, las de
siempre, habían desaparecido y en su lugar, no había nada que las sustituyese,
sin embargo, de mi tronco habían brotado tres pares de peludas patas negras,
con infinidad de pelillos quebrados y resistentes que me mantenían asido a lo
que fuera.
Aun
conservando la calma, la excitación era dueña de mi mente. No lograba entender,
por mucho que mi imaginación trabajase, qué era lo que había ocurrido con mi
cuerpo. Estaba muy nervioso y mis pensamientos eran tan intensos y fuertes, que
me rebotaban en el interior de la cabeza.
Necesitaba
gritar, descargar toda aquella masa etérea de miedo, que amenazaba en hacerme
enloquecer. Intenté gritar, abrir la boca cuanto pudiese y chillar
desgarradamente. No oía nada, ni siquiera pude abrir la boca, mi boca ¿qué
había pasado con ella? No existía. Una especie de trompeta se estremecía con
mis intentos.
Ahora
estaba claro, mi cuerpo ya no era el mío. Había sufrido una especie de mutación
incomprensible, debido, tal vez, a cualquier fenómeno extraño a mi control. No
era ya un hombre, ¡era una mosca!
¡Una
mosca, una mosca! Mi cabeza estaba a punto de estallar. La maldita afirmación
chocaba contra la fina superficie de mis desconocidas pupilas, que ya no
lloraban.
Inconscientemente, dejé
de aferrarme a mi soporte y caí, ahora no era felicidad ni miedo lo que llenaba
mi estómago, sino unas desesperadas ansias de morir.
III
En
un bar de la plazoleta de las fuentes, dos viejos, cogidos por ambas manos,
parecían estudiar sus venas hinchadas y descifran en ellas el pasado, con una
intención casi futuróloga.
-¿Cómo
estás, Juan? Hacía ya mucho tiempo…
Sus
ojos, temblorosos por la vejez, recobraban nueva vida con la humedad.
-No
pienses en ello… lo pasado no debe tener más importancia para nosotros, que a
punto estamos de conocer la verdadera cúspide de la vida.
-Has
debido de sufrir mucho, Juan, te han hecho mucho daño y estás ya muy viejo.
-Son
treinta y ocho años sólo, pero el tiempo es cruel con nosotros. No queríamos
pensar nunca en ello y vivíamos, simplemente, de nuestro presente. ¿Recuerdas?
-Sí,
nuestro presente. No era más que un camastro en un cuartito pequeño, lleno de
papeles por todas partes. Y el retrato de una antigua novia tuya presidiéndolo
todo…
-Pobre
Carmeta, ¿qué habrá sido de ella?...
A su
alrededor, comenzaba a condensarse el aire, formando una capa, casi opaca,
difícil de penetrar.
-Murámonos,
Juan. Acabemos, de una vez, con esta vida. Siento curiosidad…
Entonces,
la nebulosa se disipó y los viejos comenzaron a difuminarse, repartiendo sus
partículas por todo el aire de la sala.
“¡Oigan, esperen!,
grité, “¿Adonde van? ¡No me dejen!”, pero era, ya, demasiado tarde, además,
¿para qué quería, yo, su presencia?
nada, ni siquiera pude abrir la boca, mi boca ¿qué
había pasado con ella? No existía. Una especie de trompeta se estremecía con
mis intentos.
Ahora
estaba claro, mi cuerpo ya no era el mío. Había sufrido una especie de mutación
incomprensible, debido, tal vez, a cualquier fenómeno extraño a mi control. No
era ya un hombre, ¡era una mosca!
¡Una
mosca, una mosca! Mi cabeza estaba a punto de estallar. La maldita afirmación
chocaba contra la fina superficie de mis desconocidas pupilas, que ya no
lloraban.
Inconscientemente, dejé
de aferrarme a mi soporte y caí, ahora no era felicidad ni miedo lo que llenaba
mi estómago, sino unas desesperadas ansias de morir.
IV
Nuevamente
desperté. ¿Cuántas veces lo haría, a lo largo de aquella noche? Me dolía la
cabeza y las cuencas de los ojos. Instintivamente comencé a caminar,
tambaleándome dentro de mi cuerpo recién estrenado.
“Alguien
se alegrará de mi nuevo aspecto”, pensé. La desesperanza ya había dejado de
protagonizar mis ideas, para paso a la resignación. Sentía deseos de conocer
totalmente las posibilidades que me ofrecía el nuevo estado. Recordaba que
alguien había dicho, que la verdadera belleza de las cosas se encontraba
vaporizada en los cuerpos más horribles, como un envoltorio de seda finísima…
¡Qué estupidez! Era una afirmación tan irreal, como la irrealidad de mis ojos
múltiples.
Yo
sabía que, de un momento a otro, me despertaría y olvidaría todo el fundamento
de esta pesadilla, pero deseaba conocer las cosas desde mi actual posición
estratégica, de cara al hombre. Deseaba sacar todo el partido posible del privilegio
que representaba saberme mosca.
Comencé
a volar ¡Qué hermosa sensación! Un simple y descansado movimiento de mis alas y
el viento comenzaba a acariciar mi cuerpo con toda su frescura. Subía, bajaba y
me desplazaba por invisibles toboganes aéreos, que convertían mi habitación en
una gigantesca montaña rusa. Las cosas poseían, para mí, una nueva dimensión,
que no podría reflejar con palabras, no eran tridimensionales, ni siquiera
poseían un contorno definido, eran simples colores adimensionales, una composición
artística, donde la forma no tenía ninguna importancia y el color era pura
poesía cálida y viva. Es necesario convertirse en mosca para comprenderlo.
El
éxtasis dominaba ya mi mente en aquel sueño maravilloso. Por un momento, deseé
permanecer así toda la vida. Era tan sencillo, que apenas podía imaginarse.
Eduardo intentó explicármelo, alguna vez, pero yo no llegaba a comprenderlo,
con mi cerebro de “estructuras intelectuales autosuficientes”. Tal vez, él
tenga una visión más avanzada. Y le llaman loco.
En
eso estaba, cuando se abrió la puerta de la habitación y apareció mi mujer. Me
había olvidado de ella. Era toda una atracción. Su cara de torta era, ahora,
mucho más redonda y las cavidades de sus ojos, boca y nariz, parecían agujeros
sucios de cualquier pozo negro. Me acerqué a ella, mientras se dirigía a la
cama y comencé a zumbar alrededor de su cabeza.
Supe
que gritaba, al ver el agujero de su boca, arriba y abajo, grande y pequeño. Y
me sentí contento de ser sordo. “¿Serán sordas todas las moscas?” Realmente no
me importaba. Se estaba muy a gusto sin oír aquellos gritos.
Era
evidente su desconcierto, al descubrir que yo no estaba en la cama. Comenzó a
revolverlo todo, miró debajo de la cama, dentro del armario, detrás de las
cortinas, en el balcón… y yo, todo el rato, a su lado, encima de su hombro.
Cuando
se hubo convencido de mi “desaparición”, el espectáculo se desbordó. Sus brazos
comenzaron a agitarse velozmente, produciendo ante mis ojos una nube densa de
colorido, que se proyectaba, arriba y abajo, creando suaves cortinas de luz,
onduladas y veloces.
Salimos
de la habitación y por el pasillo, me lanzó un manotazo, que de no haber sido
por mis reflejos, le habría proporcionado la viudedad, que tanto ansiaba. Me
había salvado por poco, era cuestión de no confiarse demasiado.
Fue
entonces, cuando se me ocurrió urdir un plan: debía acabar con su vida. Comencé
a aparecerme allí donde se encontrase. Me paraba en su cara, en la boca, en su
comida y era consciente de que habría momentos en los que iba a tener que hacer
un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. Yo sabía que las moscas le daban asco
y lo explotaba.
Intentó
matarme con insecticida, con la mano, con trapos, pero todo el tiempo me
escapaba de sus instintos asesinos. Incluso, una vez, intentó que me fuera de
la casa, apagando la luz y abriendo la ventana. Pero yo no era una mosca
normal, a mí la oscuridad no me da miedo, me encanta. En esa ocasión esperé
atento, delante suyo y, cuando encendió la luz, en la convicción de mi fuga, me
lancé en picado hacia su boca y le toqué la lengua con todo el cuerpo. Esta
vez, no pudo resistirlo y enloqueció nuevamente. Movía la cabeza de un lado a
otro y escupía sin cesar. Tal vez, las moscas debieran ser humanas alguna vez.
Esta
fue la última vez que pude atacarle. Más tarde, espolvoreó sobre la mesa gran
cantidad de granos de azúcar y esperó a que yo, llevado por un instinto animal
que me dominaba, pusiera mis patas sobre el azúcar. Descargó un tremendo golpe
y caí al suelo.
En
ningún momento, aun sabiendo cuan cerca estaba mi muerte, me arrepentí de
cuanto había hecho. Había tenido que esperar toda una vida para disfrutar
verdaderamente un rato y no era cuestión de arrepentirse ahora, a puertas de la
despedida.
Concentré
mis fuerzas en resistir el dolor que sentía en mi vientre, desgarrado, para
expandirse en ondas por todo mi cuerpo. Cerré los ojos, los apagué, en espera
del momento crucial. Sin embargo, no dejaba de sentir una especie de orgasmo
recorriéndome las venas, “Es dulce la muerte”, pensé y me recreé en ello.
V
Mi
pareja besaba mis labios con fuerza y su respiración entrecortada dejaba
escapar pequeños jadeos suavizados por el placer. Mis brazos se asían a su
tronco, con insistencia casi animal y nuestros cuerpos se balanceaban, el uno
sobre el otro, formando un conjunto uniforme.
No
comprendo nada. Hace unos minutos, me despedía con resignación de la vida y
ahora, estoy en la cama, haciendo el amor con mi pareja, como si nada hubiera
ocurrido.
¿Qué
ha ocurrido con mi cuerpo peludo? ¿Qué habrá sido de mi desbordada amante? ¿Qué
hay de aquellos ancianos, amigos ocasionales desconocidos? No puedo recordarlo.
Deseo, con todas mis fuerzas, concentrarme en ello, pero mi pareja,
visiblemente arrepentida, insiste en hacerme el amor.
¿Continuará?
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