I
Estaba completamente solo
y rodeado de miseria, ¿inconsciente, loco?, no podía saberlo. Lo cierto, es que
estaba solo y pensaba, una y otra vez, en las malditas circunstancias, que lo
habían obligado a verse envuelto en aquella repugnante guerra. Era horrible. La
razón se escapaba de su control, como se había escapado el último pajarillo y
temía caer en la demencia.
Por todas partes el
ambiente era desolador. Hombres deshechos
desangrándose, sembrados entre los mil árboles de la selva, como frutos maduros
esparcidos por el viento, como una macabra cosecha de angustia y desolación. El
otoño de la muerte.
Hablaba solo, pero sus
palabras no tenían sentido ni siquiera para él. Tarareaba una canción, rezaba o
sencillamente llamaba a su madre, entre gemidos, implorando algo de ternura,
todo, antes que tragarse aquella soledad en compañía de la muerte. No
comprendía nada, no sabía qué había ocurrido, qué hacía él, allí, en medio de
un campo santo de desconocidos, donde todo exultaba miedo y crueldad, odio y
maldad. Pero tan solo unas horas antes, había sido parte activa de todo aquel
disparate, solo un par de horas antes había dado muerte al último enemigo...
¿Enemigos? Nunca los tuvo hasta que lo envolvieron en aquella locura. Todo
resultaba muy extraño. Todo resultaba. a la vez, muy familiar.
- Intenta ordenar tus
pensamientos - se repetía – debes aclarar tus ideas...
Mientras, intentaba averiguar
si le quedaba algún pensamiento, alguna idea coherente, que se escapara de
aquella sinrazón. Cualquier día como éste, dos meses atrás, habría estado
conversando, tranquilamente, con sus amigos, en un bar, de cualquier tema sin
importancia, las carreras, la bolsa o el partido del domingo, habrían tomado
sus despreocupados aperitivos, sin otra aspiración, que pasar el tiempo
placenteramente, regalarse sin más. Y hoy, tan solo unos pocos minutos antes,
había oído gemir a decenas de desconocidos, suplicándole, con palabras que
nunca, ninguno de sus amigos, le habría dedicado. Cuánta desolación albergaban
aquellos cuerpos sin vida. Era una horrible pesadilla. La más cruel de todas
cuantas había vivido.
Anochecía y nunca la
noche le había parecido tan solitaria y falta de calor. Tenía miedo de dormir.
Tenía miedo de no volver a despertar. Su cuerpo estaba helado y sus manos
temblorosas, no paraban, ni un momento, de palpar su cuerpo, como buscando
alguna prueba de que realmente estaba vivo. Un sudor frío recorría su frente y
penetraba en sus ojos, escociendo, como el alcohol en una herida sangrante, mas
no estaba seguro de sentir el escozor.
A sus pies, como un
muerto más, yacía su fusil. Le habían dicho: "Muchacho, no te separes de
él. Será tu compañero y tu guardián y a él le deberás, el estar vivo, cuando
todo esto haya acabado. Cuídalo como a tu propia madre." Detestaba aquel
artefacto y todo cuanto se relacionaba con él. No quería volver a verlo, no
quería saber más de su absurda protección,
que había cambiado su miserable vida por docenas de vidas ajenas, como si su
posesión le distinguiera del resto. Intentó lanzarlo con todas sus fuerzas
lejos de sí, pero su cuerpo débil, tan solo pudo arrojarlo un par de metros más
allá, antes de desplomarse, impotente, rendido por el cansancio.
Poco a poco, el paisaje
se iba sumiendo en la más negra oscuridad. El follaje espeso no dejaba penetrar
ni un rayo de luz de luna. A pesar del sueño y el agotamiento que le invadían,
no podía tranquilizarse, bien al contrario, se sentía, cada vez, más inquieto.
Sus ojos permanecían desorbitadamente abiertos, dominados por el pánico,
escudriñando los mil sonidos del silencio que llegaban a su cerebro, sin pasar
pos sus oídos.
No había grillos que
rascaran la noche, ni luciérnagas que la motearan. Todo estaba muerto. Hasta el
aire, había dejado de respirar y las estrellas, si es que no habían muerto
también, eran invisibles a través de las copas de los árboles. Tenía muchísimo
miedo. De pasar a formar parte de todo, de morir con ellos.
Lentamente sus párpados
fueron cediendo y se sintió, de pronto, arropado por un maravilloso mundo de
abstracciones y colorido.
II
Al amanecer, ningún gallo cantó ni piaron las golondrinas y el aire
continuaba muerto en su quietud.
Ascendió de las
profundidades del inconsciente, con la esperanza de que todo hubiera sido un
mal sueño. En cierto modo, esperaba sentir las caricias de su madre sobre su sudorosa
frente y un acogedor vaso de leche tibia a su lado, pero no fue así. El rocío
empapaba sus ropas y aquellos cuerpos, mutilados y sangrientos, seguían a su
alrededor, como piedras de un baldío.
Lloró de lástima, de
desesperación y rabia, como nunca antes lo había hecho, con angustia y
desprecio a la vez. Cualquiera sabe por qué se llora en realidad. Y el eco
burlón del bosque le devolvía sus lamentos en un angustioso juego de
tonalidades. Se sintió desfallecer nuevamente, tal era su impotencia. Estaba
seguro de que la locura acabaría por adueñarse de su voluntad.
De pronto, un gemido, que
no era el suyo, interrumpió, por unos segundos, su egoísmo. Parecía un lamento
intermitente. No era el único que había sobrevivido.
No pudo reaccionar
inmediatamente. El miedo corrió por todo su cuerpo, helándole la sangre. De
nuevo, volvió a sentirse recuperado, como la mañana anterior, durante la
contienda. Otra vez, el temor a la muerte desconocida le encogía el estómago.
"Vienen a por mí", pensó e instintivamente, se lanzó en busca de su
fusil. "¡No pueden cogerme!", gritaba para sus adentros. Y al coger
el fusil, notó, otra vez, que un escalofrío se metía entre sus huesos. Su
situación había cambiado en segundos, pero no, su estado. El miedo, que hace
unos minutos, sentía a su soledad, se había convertido, ahora, en pánico por lo
desconocido.
Cautelosamente, fue
levantándose. El gemido provenía de detrás de unos arbustos y no sabía qué
podía esperarle del otro lado. Todo adquiría, ahora, un aspecto distinto.
Incluso los muertos, parecían moverse a medida que los iba sorteando. A unos
metros, tras los arbustos, yacía, bajo un tronco, un hombre con uniforme
enemigo. Había quedado aprisionado, tras la explosión de una de las granadas y
su agonía, bajo aquel enorme tronco, había llegado a la desesperación.
Instintivamente sintió el impulso de correr a ayudarle pero, nuevamente, surgió
aquella voz que le golpeaba el cerebro: "Esto es la guerra y el enemigo ha
de ser aniquilado. Es su vida o la mía. El perdón puede suponer la
muerte...". Tal vez, de haberse encontrado, algunas horas antes, a aquel
mismo hombre, que ahora reclamaba su auxilio, hubiera disparado sobre él, sin
vacilar. Quizá no debiera ayudarle. "Que se joda...", pero, ¿cómo podían haberle cambiado tanto?
¿Cómo, ante un hombre en peligro, podía sentir la duda de ayudarle o no?
-¡Ayúdame, por favor! -
El ruego del hombre herido interrumpió violentamente sus pensamientos. Su cara
ofrecía un aspecto lamentable, bajo una costra reseca de sangre, que había
manado de una brecha en la cabeza.
Sintió que su estómago se
contraía y arrojó el fusil con fuerza, esta vez, lo suficientemente lejos, como
para no volver a cogerlo. Se acercó al herido y sacando fuerzas de flaqueza,
abrazó el tronco del árbol y lo arrastró lejos del cuerpo. Luego, le ofreció su
cantimplora, al tiempo que preparaba, con su camisa, una especie de almohadilla,
rellena de hojas, donde reclinar la cabeza de su maltrecho compañero y poder
limpiar aquella herida, que no parecía muy seria a pesar de su aparatosidad. El
enfermo bebió con ansiedad, casi con desesperación, como si nunca hubiera
sentido el tacto del agua corriendo por su garganta. Su circunstancial
benefactor lo miraba con abobada sonrisa, mientras vendaba su cabeza con un
jirón de su propia camisa. Su semblante, entre triste y alegre, recordaba el de
un padre que estuviese curando las heridas de su pequeño.
- Gracias – dijo, de
pronto, el herido -, creo que no hubiera durado mucho tiempo bajo ese árbol. Me
has salvado la vida.
- No tiene importancia.
Supongo que tú hubieras hecho lo mismo. Me llamo Hernando.
Hablaba con la cabeza
baja. Lo cierto es que no podía sacarse la espina de haber dudado. Se sentía
confuso por aquel cúmulo nuevo de emociones, que había comenzado, la tarde
anterior, cuando se inició el combate.
- Yo soy Danilo. Te
agradezco, Hernando, que me hayas perdonado la vida. Yo...
Su voz entrecortada se
desvaneció en un hilo. No era más que un chiquillo y el susto se veía reflejado
en sus ojos. Entre ambos no sumaban cuarenta años y allí estaban, como muñecos
de un guiñol equivocado, abandonados a su suerte, como si su corta preparación
les hubiera capacitado para poder decidir sobre la vida de los demás.
-Dejemos eso - repuso
Hernando, al tiempo que le desabrochaba la camisa -, veamos como tienes el
cuerpo. Si sientes dolor, grita. No parece que tengas nada roto, pero no
intentes incorporarte todavía, has perdido mucha sangre y te desmayarías.
Tras pasarle un trapo
húmedo por los golpes, se sentó junto al herido y encendió un par de
cigarrillos. Ambos permanecieron inmóviles, inhalando el humo, con la mirada
perdida, más allá del último árbol, abstraídos en lo más profundo de sus
pensamientos. El silencio mortecino proporcionaba una inquietante tranquilidad.
Los dos sentían en su interior la ansiedad de la desesperanza, como moscas
prisioneras en una tela de araña abandonada, pero su mutua presencia les hacía
sentirse algo más abrigados de la desesperanza. De vez en cuando, Hernando
empapaba con agua su pañuelo y lo ponía sobre la frente de su compañero herido,
que no pudiendo resistirse al cansancio, yacía medio adormilado. Entonces sus
miradas se cruzaban y se escrutaban con cierta nostalgia.
- ¿De dónde eres, Danilo?
- De San Pedro.
- Yo soy de Arenales, a unos cuarenta
kilómetros de San Pedro.
- El año pasado estuve en
las fiestas de Arenales, es un pueblo muy bonito.
- Era un pueblo muy
bonito, ahora es un montón de escombros.
- Lo siento...
- No te preocupes, la culpa es de los
misiles. Caían por todas partes, de día y de noche, como si lloviera del cielo.
No sabías dónde esconderte. Iban desmoronándose las casas, como si estuvieran
hechas de adobe. Fue terrible. ¿Cómo está tu zona?
- Algo mejor. Al estar en la ladera
de la montaña, ésta le hacía de parapeto y la protegía del fuego enemigo... - de
pronto, su rostro enrojeció e instintivamente, se llevó la mano a la boca, para
continuar con un balbuceo - perdona, yo no sé cómo...
- No te dé apuro, -
tranquilizó Hernando - supongo que somos enemigos. ¿Qué piensas de esta guerra,
Danilo? ¿Qué piensa la gente en el otro lado?
Volvió a hacerse el
silencio. Danilo parecía no haber oído la pregunta. Su mirada se perdía entre
las copas de los árboles y su cuerpo estaba considerablemente relajado.
- No lo sé... - dijo al
cabo de un rato en medio de un profundo suspiro - Yo ya no entiendo nada de lo
que está pasando...
Sus ojos bajaron, hasta
encontrarse con los de Hernando, con una expresión hueca y demencial, como si
repentinamente, hubiera entrado en trance. Eran los resquicios de una mirada
esperanzada y cargada de fe, hasta rozar con el fanatismo, mezclada con la del
miedo y el odio.
- En un principio, - prosiguió
temblorosamente - creí que se trataba de una causa justa. No teníais derecho a
pisotear nuestros ideales como lo estabais haciendo. Era necesario ganar, para
demostrar por la fuerza lo que no habíamos sido capaces de demostrar con la
diplomacia. Yo sentía unos arquetipos prefijados, un ideario desarrollado, a lo
largo de toda mi vida, una manera de enfocar las cosas y unas ideas políticas,
que había ido adquiriendo, a fuerza de muchos razonamientos y vosotros lo
estabais poniendo todo en peligro. Estaba plenamente convencido de ello y, por
lo tanto, debía ser auto consecuente y defender, con la vida si hiciera falta,
esas ideas que creía las más justas para mí y para los míos... - su voz fue
cediendo en intensidad a medida que avanzaba en la conversación y su rostro iba
perdiendo su aspecto visionario y adquiría un talante sombrío, cargado de
angustia - Se trataba de defender la libertad y la vida de mi pueblo. ¡La
libertad y la vida... Dios mío... qué locura! ¿Cómo se puede defender la vida
de nadie, matando? ¿Cómo ganar la libertad con una guerra? ¡Estoy aterrado!
Nunca había visto tanta crueldad y tanta injusticia. Hombres y mujeres
aniquilados, niños abandonados a su suerte. Debemos estar locos para haber
hecho todo esto...
La voz de Danilo se
ahogaba en un gemido y comenzó a llorar como un chiquillo.
- ¿Qué hemos hecho? -
continuó - Mira esos pobres desgraciados. ¿Qué han ganado ellos? Como mucho,
una gigantesca fosa colectiva. Los taparán con una anónima lápida y les
erigirán un monolito. Serán el soldado desconocido. El soldado desconocido...
¿Merece la pena morir por una idea? ¿Por qué debemos imponerla violentamente?
Acaso, hayamos perdido la poca humanidad que nos quedaba. Constantemente nos
bombardeaban con las consignas, nos informaban de cada una de vuestras
atrocidades y nos pedían venganza. Libertad, justicia, eran palabras que se
metían en mi cerebro y se dilataban más y más, hasta neutralizar cualquier otra
idea. Libertad y justicia...
No pudo proseguir. Un
afligido llanto que brotaba directamente de su alma le llenó la garganta y le
sumió en un quejido lastimero. Hernando guardó silencio y miró hacia otro lado,
para evitarle a su compañero, la vergüenza de exhibir su debilidad. Danilo
lloraba sin poder contenerse.
- La vida no siempre
discurre por los cauces que deseamos. - dijo por fin Hernando - A veces,
queriendo arreglar una situación, no logramos más que estropearla aún más. Pero
no hemos de sentirnos culpables por ello, ya que nuestra intención ha sido, en
todo momento, conseguir el bien. - Su pequeño discurso, además de consolar a su
compañero, parecía perseguir, a su vez, confortarle a sí mismo de la congoja
que llenaba su estómago - Pero hemos descubierto que estábamos equivocados y
ahora, sabemos que una guerra no es la solución. Todos estos infelices han
pagado bien caro el que aprendiéramos la lección.
De pronto, el crujir de
las ramas y el arrastrarse de unas pisadas interrumpieron la conversación.
Ambos prestaron atención.
- ¡Alguien se acerca! - dijo Danilo
incorporándose - Si son de los tuyos, ahí tienes mi pistola. Me apuntas a la
cabeza.
- Pero... - intentó intervenir
Hernando.
- Seré tu prisionero - le
atajó Danilo - y si son de los míos, tu serás mi prisionero. No hay que olvidar,
tan pronto, esta pesadilla.
III
De entre los matorrales,
surgió la sombría figura de un soldado, que empuñaba un fusil de repetición. Al
verlos, llevó, por instinto, el dedo al gatillo. Era del bando de Danilo, así
que, fue éste quien tomó la pistola y habló.
- ¡Espera! Todo está bajo control.
- ¿Bajo control? - increpó el nuevo.
- Si, es mi prisionero - respondió
Danilo.
- ¡Maldita sea! En esta guerra no hay
prisioneros, - dijo el otro, furioso -
¿cómo puedes soportar vivo a ese cerdo, estando rodeado de camaradas muertos
por él?
- Es que, me ha salvado la vida...
- Para poder matarte más
tarde. Es tu enemigo ¿no te das cuenta? Hay que eliminarlo. Pertenece a una
plaga que ha de ser exterminada. Por todos nuestros camaradas muertos. Su peste
es una amenaza para la humanidad.
Y diciendo esto, el
recién llegado propinó a Hernando un
culatazo en la boca del estómago, haciendo que sus rodillas se doblasen y
cayese al suelo. Le colocó la boca de su subfusil en la sien con mortal intención.
- ¡No lo hagas! - gritó Danilo, a la
vez que encañonaba con su pistola a su desconocido amigo.
- Vamos, muchacho - le
dijo éste -, ¿estás loco? No es más que un cerdo invasor.
Una ráfaga rompió el
silencio de la selva y un eco, enloquecido y quedo, la transportó por el
espacio. Hernando se revolvió en el suelo, como una serpiente, recién
decapitada, intentando aferrarse con desesperación a la vida que se le escapaba.
Otro disparo seco, de Danilo, cortó el aire e hizo encorvarse al intruso, al
tiempo, que Danilo se incorporaba, para acercarse a su amigo enemigo, gritando
enloquecido como un poseso.
- ¡Te dije que no lo hicieras,
endemoniado loco! ¡Es un hombre, como tú y como yo! ¡Un hombre!
- ¡Es un enemigo, un
enemigo! – gritó, el desconocido, encolerizado, intentando no desplomarse - ¡Y
tú eres un traidor! ¡Un cochino renegado…!
Antes de desplomarse sin
vida, su metralleta habló nuevamente. Danilo cayó desplomado, sobre el supuesto
amigo, que acababa de asesinarlo. Su cuerpo sin vida cayó sobre su camarada,
pero sus manos se tendían fraternales hacia su moribundo enemigo amigo que,
mientras sentía que la vida se le escapaba a él también, pensaba, una y otra
vez, en las malditas circunstancias que lo habían obligado a verse envuelto en
aquella guerra.
EL FIN
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