I
En menos de cuarenta y ocho horas,
han montado la feria. De pronto, han desaparecido los coches aparcados y han
ido apareciendo enormes camiones de colores y caravanas de todos los tamaños, que
se han ido extendiendo por la explanada, como un ballet meticulosamente
organizado. Lo que, hace un par de días, era un páramo, casi yermo, lleno de
coches y polvo es ahora un parque de sueños y farolillos, de volantes y
sevillanas.
Llevo tres días en la calle, deambulando de un lado para
otro sin saber qué hacer ni dónde ir, como un perro mascota, abandonado por sus
amos la víspera de las vacaciones, viviendo una irrealidad incomprensible, que
me zarandea como una borrachera terminal. A veces, me quedo quieto de pronto,
intentando descubrir el momento en que la historia ha hecho clac y, como los trenes en un cruce de
vías, mi vida ha cambiado erróneamente de rumbo por un carril desconocido,
presiento que en dirección a un oscuro túnel sin final. Solo un instante.
Apenas veinte minutos y todo voló por los aires, catorce años de mi vida, los
catorce más importantes, se fueron a hacer puñetas.
En la enorme explanada han ido creciendo, ladrillo a
ladrillo, las casetas. Los camiones y los hombres, brotando por todas partes a
borbotones, como por arte de magia, apareciendo y desapareciendo y dando paso a
otros con idéntica y frenética actividad, trabajando sin cesar, día y noche
como enloquecidas hormigas, construyendo su poblado artificial lleno de farolillos
y palmas, de paredes encaladas y rejas de forja, de sombrajos de cañizo y
cucañas altísimas y norias y tiovivos y castillos de goma y de lunares y
abanicos, toros de Osborne y botellas de Tío Pepe con capucha de flamenco y
sombrero cordobés de color rojo. Y luego, una mañana como ésta, igual que todas
las demás mañanas del año, sin distinción alguna (a pesar de mi dolorosa, por
inesperada, experiencia, lo siento así realmente), finalmente, todo se inunda
de olores y colores, los golpes y los ruidos se truecan por taconeos de terceras y música de sevillanas y por
voceo de vendedores y tomboleros regalando más que nadie y ofreciendo felicidad
a cambio de calderilla.
Hay momentos de nuestras vidas que deberíamos tener la
potestad de poder borrar. Al Todopoderoso se le olvidó dotarnos para rebobinar
y corregir o cortar aquellas escenas de nuestra historia privada que, por
defecto nuestro o ajeno, desgraciadamente con demasiada frecuencia, nos salen
falsas y de manera distinta a como pensamos, dando a menudo, un resultado
totalmente opuesto al deseado. Sentado en un húmedo banco, de espaldas a la
bahía, veo como la gente, en las casetas del ferial, parece no tener saciedad a
la hora de beber y bailar, sucediéndose, hora tras hora, hasta llegar a parecer
siempre los mismos.
Sumido
en una especie de duermevela, que envuelve mis pensamientos como una gelatina
espesa, se dónde estoy y quién soy, pero no se qué hago aquí. Quisiera creer
que todo es una pesadilla y que, en algún momento, voy a despertar, poniendo fin
a esta alucinación. Pero he pasado demasiadas horas con los ojos bien abiertos
y permanezco aquí, no se muy bien desde hace cuantas horas, con las ropas
empapadas por el rocío o por el sudor, que ya no distingo una cosa de otra, sin
temperatura, pero despierto y vivo en medio de una verbena desconcertante, que
me envuelve y me empuja hacia adentro. Y todos los demás pasean su orgullo por el Real, sobre sus engalanados caballos,
luciendo vistosos trajes de colores, riendo y cantando y bailando y bebiendo
vino en las casetas. Y cantan y ríen y beben vino y bailan y, aunque en la
rigidez de sus mentones y en la profundidad de sus arrugas, se lea bien clara
su infelicidad, beben y ríen y bailan, como si fuera posible que una tregua
benevolente, les haya dispensado de sus martirios particulares por unos días. Y
se sienten orgullosos de lo bien que saben vivir bailando, riendo y bebiendo.
Una amazona rubia, vestida de corto, me arroja
un clavel blanco y lo recojo al vuelo con una semi sonrisa, que refleja que ni
yo mismo sé a qué sentimiento pertenece. Yo no tendría que estar aquí, con esta
barba de tres días. Yo debería de estar paseando por el albero, luciendo mis
dos amores, como otros años y dando envidia al personal por mi tremenda suerte.
¿Dónde está mi suerte? ¿Qué ha pasado con mi felicidad? ¿Cómo es posible que
estas cosas se desvanezcan en el aire, como éter que se disipa, a la vez que te
deja completamente despojado de contenido? ¿Pero, cómo es posible, Dios, que
pueda ocurrirme esto a mi?
Ahí, enfrente,
todo funciona y los niños, con esa prodigiosa intuición que les da la
naturaleza al nacer y que nos roba de mayores, lo saben y se aprovechan de la
situación. Corren a sus anchas entre las patas de los caballos, se revuelcan en
la tierra rubia y revolotean alrededor de los mayores, consiguiendo con
inspiradísima insistencia, juguetes y chucherías a discreción. Tal vez si me
levanto y vuelvo a casa aún pueda arreglar algo. ¡Qué más quisiera yo, pobre
infeliz! Los pequeños saben actuar, con precisión y agudeza, conocen el momento
exacto, en que interrumpir una conversación, para que, sin prestarles la menor
atención, alguien ponga en sus manos, aquello que piden, burlando todos los
controles. Cuando la feria acabe, acabará su suerte, pero, para entonces, ya
habrán conseguido bastante. La soledad me agobia en la garganta y una especie
de, creo que, embriaguez, aunque nunca he bebido, se que debe ser algo
parecido, me impide ordenar mis pensamientos.
El viento sopla de poniente, cálido y tranquilo, como si
no quisiera malograr estos días de júbilo. Ese viento me acompaña, mudo y
comprensivo, como un perro fiel, arrimado a mi cuerpo. No sé qué hacer. Estoy
totalmente descolocado. Veo pasar las horas muertas, contemplando a la gente,
intentando buscar, entre ellos, algún jeroglífico mágico, alguna luz milagrosa,
que desvele la solución de mis pesares o me despierte de este sueño y me lleve
nuevamente a la normalidad. ¿Qué debo hacer? A lo largo de estos tres días, lo
he pensado todo, lo he analizado todo, lo he sopesado todo, pero el miedo se
atenaza en mis entrañas con cada propuesta nueva y, una vez tras otra, llego a
la conclusión de que no hay solución, que ya es demasiado tarde para hallar
respuesta a mi pregunta, que no sé muy bien cuál es. Parezco, la verdad, como
inmerso en la semi inconsciencia del despertar de un sueño con anestesia, tengo
la boca seca, la lengua gorda y la cabeza llena de aire.
¿He de volver y pedirle perdón? ¿Debo seguir aquí sentado
hasta morirme de sed viendo la vida pasar ante mi, montada sobre sus odiosas
jacas enjaezadas? ¿Acaso deba bajar a la bahía y abandonar la escena para
siempre? Creo que, por muy mal que lo haya hecho, no me merezco esta dureza.
Total, solo ha sido por amar demasiado. La mala suerte se ceba en mi, que he
preferido acatar siempre sobre mis espaldas los desahogos de los demás, con
resignación, como un saco de arena recibe los golpes, sin pronunciar nunca una
sola frase de reproche, que he sabido llorar a escondidas, y sufrir en silencio
las más duras afrentas sin una mirada de rencor para nadie.
Tan
solo una vez, una miserable vez, he levantado mi voz contra quien me ha estado
humillando durante tanto tiempo, para manifestar, con más miedo que rabia, un
pequeño reproche donde, de no haber sido por mi infinito amor, hubiera cabido
la más cruda de las venganza.
II
Durante cuatro interminables años, he abrigado la
esperanza de que todo fuera un desvarío pasajero y que, pasada la euforia de
los primeros meses, Margarita volvería a la normalidad, cansada de aquella vida
aberrante, en la que, de pronto, sin saber cómo, se había implicado y me había
arrastrado con ella. Pero, por el contrario, cada día está más desequilibrada y
sus locuras, en lugar de menguar con el tiempo, van adquiriendo carices
dramáticos de irrealidad. Sus fantasías han alcanzado cotas insospechables para
una persona normal y su criterio de la cordura, siempre presente en sus
conversaciones serias, es más propio de la pluma de un escritor surrealista que
de la sensatez de una licenciada en veterinaria. Ya no distingue entre realidad
e imaginación y, con asombrosa facilidad, mezcla lo uno y lo otro, hace una
amalgama incoherente, capaz de volver loco al más sensato, ¿loco?, ¿es
posible...? ¡No, me niego a creer que todo haya sido demasiado para mi, que a
fuerza de ceder, ante sus caprichos, haya podido contagiarme de sus delirios!
Pero,
por otra parte, ¿quién, en su sano juicio, habría aguantado tanto tiempo,
secundando sus chaladuras e incluso, aumentándolas, con algunas sugerencias,
tan fuera de lo común, como sus propios desvaríos? Nadie. Tan sólo un loco.
¿Por
qué, entonces, a qué este ramalazo de cordura, esta maldita obsesión por
hacerme creer, a mí mismo, que soy normal, que puedo pasear por las calles
tranquilamente, como esa gente, que juega en la tómbola, si hay algo dentro de mí,
que me dice la verdad a gritos, que no estoy bien, que cuatro años desquician a
cualquiera?
Cuarenta
y cinco minutos de lucidez han destrozado mi vida . Si, cuarenta y cinco
minutos de aparente equilibrio, que se esfumaron con el final de la discusión.
Porque, cuando crucé el umbral del establo, ya no sabía donde ir, ni por qué
debía irme, si mi lugar estaba allí, junto a Margarita, junto a Rita, la única
que sabe comprenderme, en todo aquel mundo tan distinto del que, ahora, me
maltrata solo y desamparado.
Tal
vez, volver sea lo mejor. Pedirles perdón, decirles que no comprendo lo que
ocurrió la otra noche, la verdad, volver a poner las cosas en su sitio, que al
fin y al cabo, es el que han ocupado los últimos meses, confesar, de una vez,
que me equivoqué, como siempre me he equivocado, que no comprendo cuál fue la
fuerza misteriosa que me empujó a levantar la voz y lanzar, sin más, toda
aquella sarta de groserías a Rita, que merecí que me hubiera pateado la cara,
cuando le dije que los dos no podíamos seguir viviendo bajo el mismo techo. No
comprendo como pude ser tan cruel con ella que, seguramente intuyendo la
presencia de mi mujer en la habitación contigua, calló y bajó la cabeza como si
en realidad la estuviera halagando, como si todos mis improperios fueran
palabras mudas de sonido y, con sus gestos, me quisiera alertar sobre el
peligro que estaba corriendo con mi arrebato.
“Así,
que eso es lo que piensas, tronó la voz de mando de Margarita en la habitación,
como el estampido de una manada enfurecida, ¡pues, lárgate, cerdo!”.
Todo
el valor, que se había adueñado de mi pobre personalidad de oficinista, se
desmoronó de repente. Sabiendo que ya era demasiado tarde para mí, me tiré al
suelo, llorando y suplicando, prometiendo, una y mil veces, que no volvería a
ocurrir y buscando, a través de mis lágrimas, un gesto indulgente en la mirada
de Rita, que continuaba mirando al suelo, llorando en silencio. Pero Margarita
ya no me escuchaba. Todas sus atenciones eran, ahora, para Rita. Acariciaba sus
largos cabellos, mientras le susurraba a la oreja, que me olvidara, que nunca debieron
cometer el error de dejarme vivir con ellas, que estaba loco de remate, como
todos los hombres.
"Pero
ahora ya todo acabó, pobrecita mía, no llores más. Nunca más, volveremos a
dejar que nadie se interponga en nuestras vidas. Ningún maldito hombre".
¡Qué
infinitamente culpable me sentí al verlas llorar juntas, abrazadas en una sola
figura de aflicción, mientras yo me arrastraba hacia la puerta, sabiendo que
era inútil volver a suplicar. Ellas no lo saben, pero yo he llorado mucho estos
tres días, por las dos, porque, ahora lo sé, amo a Rita, sobre todas las cosas
de este mundo y sin embargo, no puedo dejar de sentir algo inexplicable hacia
mi mujer, una sensación cálida de recogimiento, sin la que todo lo normal me
parece absurdo. Por eso, lloro ahora y he llorado todos estos días y seguiré
llorando, hasta que encuentre la forma de reconciliarme con ellas. ¡Dios!
La
gente me mira. Ellos no saben nada de lo que me pasa, pero intuitivamente, sus
gestos cambian, automáticamente, al pasar frente a mí, para, dos pasos más
adelante, seguir la feria, puesto que ellos son la feria y yo, tan solo una
anécdota desagradable, un sucio harapiento con los ojos enrojecidos y el
lamentable aspecto que da una barba de varios días sin afeitar, que no tiene
ningún derecho a estropear sus días de júbilo. Por eso pasan y ya no existo.
Solo el que vuelve la cabeza, para regocijarse en el sadomasoquista placer de
la compasión por el dolor ajeno, descubre que no soy un vagabundo y ve el
dolor, pero sabe que, si volviera sobre sus pasos para preguntar, todo perdería
su encanto y ya no habría lugar para las conjeturas.
Ahora
veo tantas cosas claras. No sé si estaré a tiempo de remediar mi ofensa, pero
todo esto me ha servido de mucho. ¿Cómo pude decirle, a Rita, algo que no
siento ni he sentido jamás? ¡Cuando, la
amo más que a mi propia mujer! ¡Oh, Dios, cómo hecho de menos su calor y su
incomparable olor a yegua joven! ¿Cómo pude ser tan duro con la que me ofreció
su amor, desde el primer encuentro, sin pedir nada a cambio, sin reclamarme, en
ningún momento, ni siquiera la atención que merecen los objetos, que noche y
día velaba por mí, siempre dispuesta a darme el cariño, que mi propia mujer me
negaba. Si no hubiera sido por ella, Margarita me hubiera puesto en la puerta
de la calle el primer día, sin más contemplaciones, sin embargo, tuvo que
claudicar y aguantarme allí, para merecer las caricias de nuestra amante,
porque Rita me ama, y eso me ha permitido seguir viviendo en mi propia casa.
Cuando mi mujer se enfurecía, ella sabía cómo
calmarla y, en un acto heroico de sacrificio, la arrastraba hasta la alcoba donde
se prestaba a satisfacer sus aberraciones sexuales y luego venía a mi encuentro
con los ojos hinchados, sin una mirada recriminatoria, sin el más mínimo
reproche. Y todo se lo he pagado con desprecio.
He de volver y pedirle perdón, decirles que
no me importa ya si me dejan vivir con ellas o no, que solo quiero disculparme,
que sigo queriendo a Rita, ahora, más que nunca, que ha sido necesaria toda
esta trama absurda, para hacerme dar cuenta.
La
verdad, es que también echo de menos algunas cosas de Margarita. Por algo,
llevamos juntos tanto tiempo. En cierto modo, me gusta cocinar para ella y
arreglar sus cosas. Y he de reconocer también, que, algunas veces sentía celos
de la propia Rita, de los cuidados que recibía de Margarita, mientras yo me
encargaba de los trabajos más pesados, de cómo se miraban la una a la otra con
lujuria, de las caricias, que en todo momento le dispensaba, mientras, para mí,
todo eran broncas y malos tratos, hasta el punto de que, en un principio,
pretendió echarme de mi propia cama y, de no ser por la tristeza que Rita
demostró al enterarse, yo hubiera dormido el resto de mi vida en el establo.
Pero hay algo indescriptible que me atrae de ambas. Por una parte la dulzura y
el calor de la yegua, por otro, la energía y autoridad de mi mujer, sin las
cuales mi vida se encontraría vacía.
Decididamente
volveré, entraré en el establo y hablaré con Rita, besaré sus labios peludos y
acariciaré sus largas crines y le pediré que interceda, una vez más, por mí,
que nunca más la llamaré potranca percherona, ¿cómo pude?, y que seguiré siendo
su amante, eternamente, junto al pesebre, como a ella le gusta. Lo juro.
A d D 9-81 / 8-96
ES EL FIN
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