miércoles, 14 de marzo de 2018

LA CÁRCEL DE CRISTAL



                         El cielo era claro, más allá de los negros nubarrones de polución y el sol, en pleno apogeo, se esforzaba en atravesar la capa de humos para iluminar el sucio desfiladero de asfalto, por donde fluía un caudaloso río de ruidos, chatarra y caucho. Miles de automóviles circulando de un lado para otro en una marcha incesante, encendidos sus potentes ojos luminosos para hallar una orientación entre los excrementos expelidos por sus propios anos metálicos.

                         Los hombres y mujeres caminaban rápidamente por las calles, como autómatas mecánicos, sin detenerse un instante. Sus caras, grises y preocupadas, presentaban una uniforme mirada angustiosa, que llenaba las órbitas marchitas de sus ojos.

                         Anselmo parecía ser la única persona a quien el tiempo no le importaba en absoluto. Caminaba, sin prisa, por la acera, blandiendo un bastón, más que apoyándose en él, paseando sus pensamientos, y deteniéndose un momento, de vez en cuando, para escuchar algún sonido hermoso, descubierto entre la maraña de ruidos de bocinas y motores. Los luminosos de neón parecían tragarse de un bocado las calles, "BEBA, FUME, COMA...", avanzaban su luz amenazadora sobre las gentes, un hombre con ojos hipnóticos miraba, desde una azotea, aconsejando tal o cual marca de tabaco con menos nicotina o tal modelo de coche que alcanzaba "los 100 km./h. en 3.4 segundos", haciendo casi inevitable que uno se parara a analizar las características de los productos que consumía habitualmente, pero Anselmo parecía no prestar demasiada atención a los rótulos luminosos y realmente no les prestaba ninguna atención, porque Anselmo era ciego de nacimiento y nunca había visto la luz. Solo sentía su calor.

                         Los azorados androides pasaban raudos por su lado, tropezando a veces con él, "el jodido ciego, podía llevar un bastón blanco, como todos...", pero sin detenerse. Nadie hablaba. Anselmo había estudiado y le contaron, de pequeño, que así se comportaban las hormigas camino de sus hormigueros, formando una inacabable cadena que, observada desde cierta distancia, parecía un cordón homogéneo e inmóvil. Por el contrario, si alguien se hubiese parado a observarle a él, habría tenido la impresión de que el suelo no se movía bajo sus pies. Nadie se da prisa cuando no va a ninguna parte, por eso Anselmo se dejaba llevar, al libre albedrío de sus propios pies, con una marcha relajada. Disponía de todo el tiempo del mundo para llegar a ninguna parte.

                         Parecía sumergido en una especie de pensamiento fangoso que le desbordaba, a juzgar por la expresión de su rostro, mezcla de dolor y ternura y que Anselmo no hacía nada por ocultar. Por su mente desfilaban, a gran velocidad, cientos de recuerdos de tiempos ya vividos e importantes para él. Los recordaba con cierta nostalgia porque, buenos o malos, habían sido trascendentales en su vida.

                         Rememoró su infancia, sus juguetes, sus amigos, un perro lanudo que siempre estuvo a su lado hasta que el tiempo se lo llevó. Y la casa, la vieja y enorme casa del casco antiguo, donde había pasado las mejores horas de su vida. Quién sabe qué habría pasado con el viejo caserón. Tal vez hubiera ahora, en su lugar, un supermercado o la oficina de una sucursal bancaria, seguramente ya no se oirían las sirenas de los barcos del muelle, desde sus balcones, ni llegase a sus moradores la fresca brisa del mar en las tardes de verano, seguramente ahora los ruidos de las motos y el olor del monóxido se habrían apoderado de todo.

                         Sin darse cuenta aligeró la marcha, ahora tenía algo que hacer, regresar al pasado. Atravesó maquinalmente calles y avenidas, sintió olores distintos, cargados de aceite frito y vino peleón, oyó broncas y borracheras, tropezó con basuras y botellas, hasta que por fin, llegó a la puerta de su antigua casa.

                         Todo parecía estar en orden. Al menos, el aspecto externo de la fachada no había cambiado sus cavidades ni sus texturas. Atravesó la fresca oscuridad del portal hasta topar con el primer escalón de mármol de la vieja escalera. Al posar su mano sobre la pequeña bola de bronce de la barandilla, sintió que todo su cuerpo se electrizaba, haciendo un puente energético con el suelo y un melancólico cosquilleo le ascendió desde las plantas de los pies, hasta erizarle los pelos de la coronilla y un vacío desolador le oprimió el estómago.

                         Con la ayuda de su bastón, fue tanteando cada uno de los setenta y ocho escalones desgastados, tres descansillos y cuatro rellanos, que precedían a la buhardilla. Corría, casi como cuando era niño, tal era su emoción, pero al mediar el recorrido, los desesperados latidos de su corazón le recordaron que ya no lo era y tuvo que detenerse, a tomarse un respiro, varias veces.

                         Introdujo la llave y forcejeó un instante. La cerradura se resistió al principio, mas luego, cedió. Las telarañas le rozaron la frente cuando atravesó la vieja puerta de madera, que chirriaba, igual que un cochino en el matadero, como si Anselmo la hubiera despertado de un profundo letargo. Nada más entrar tropezó con un viejo arcón lleno de polvo. Era el arca donde guardaba sus recuerdos más queridos, tres pasos más allá encontraría su caballo de ruedas y la caña de pescar y a su lado, sobre el estante de la pared, la colección de estampas en relieve que le habían regalado en cierta ocasión por su cumpleaños y el enorme mecano de madera, de doscientas cincuenta piezas, que le había regalado, el mismo día, un amigo de su padre, que era carpintero y con el que gustaba pasar las tardes de invierno, inventando máquinas y estructuras.

                         Abrió, con cuidado, la destartalada tapa del baúl y tanteó su interior. ¡Cuántas maravillas!. Solo de pensar en lo que tenía ante si, se estremecía de gozo. Lo primero que rescató, fueron tres apolillados tomos llenos de polvo, que resultaron extraños a sus dedos, seguramente alguien los había dejado allí, invadiendo su íntimo escondrijo, aprovechando el arcón para guardar también sus secretos, junto a los libros halló unas telas, que tampoco reconocía, por un momento penso que no encontraría nada que le devolviera a su pasado, pero pronto apareció el pañuelo de seda, que su abuela le había regalado en cierta ocasión, todavía podía sentir el olor a ella. Otra vez volvió a sentir la tersa caricia de aquella tela preciosa e imaginó que todos los colores del mundo debían estar en aquella prenda tan sutil, para brindarle su exquisitez y su frescura. Había perdido sin embargo algo de su perfume de jazmín, la humedad se había enfrascado en una lucha por imponerle su olor rancio.

                         Envuelta en el fulard de la abuela, se encontró con la pequeña esfera de cristal, fría y lisa en toda su superficie, ausente de vida por completo, con cuyo contacto a Anselmo se le estremecía la piel. Durante algunos minutos, se recreó en la diminuta canica, haciéndola deslizarse de una mano a otra, para dejarla caer, luego, al suelo y oír desaparecer su entrecortado tintineo por las baldosas, bajo algún mueble.

                         También halló su colección de pétalos y hojas. Había en ella, ejemplares de todas las especies, desde ásperas hojas de higuera hasta tersos pétalos de rosa o mullidos pompones de algodón, cada uno distinto de los demás, identificables aún, algunos, por la sutil fragancia de sus venillas. Y en una cajita, el pequeño fragmento de roca volcánica, cuyo accidentado tacto había casi olvidado ya.

                         Bajo la piedra, una endurecida bolsa de cuero guardaba aquel preciado tesoro, que una nevada mañana de reyes, había descubierto, en perfecta formación, frente a su cama, como si de un verdadero ejército de hombres miniatura se tratase. Sus impecables uniformes, modelados en el plomo con indescriptible perfección e incluso las facciones de sus apáticas caras marciales, le permitían hacerse una idea, bastante realista, del aspecto que tenían. Horas rozándolos con las yemas de los dedos. Horas disponiéndolos en formación.

                         Uno a uno, fue sacando de la bolsa el pequeño ejército, ordenando sus filas en el suelo como tantas veces había hecho, "Infantería, 208 hombres, señor" -gritaba- y una veintena de soldaditos de a pie avanzaba desplegándose por el suelo, "Lanceros de la Reina, señor", y los serios jinetes reforzaban la retaguardia, dominando la situación desde sus espléndidas monturas, "Artillería...", y por último, la temible arma secreta: una peonza mecánica que, lanzada con admirable precisión por el enemigo, arrasaba las filas del pequeño ejército, diezmando sus contingentes con el silbido mortífero de sus orificios laterales.

                         Durante varias horas, jugó con los diminutos muñecos. Arreglaba sus maltrechas columnas y las disponía para la guerra, luego daba cuerda a la peonza y la soltaba frente a la partida y con una mueca de satisfacción, oía el agudo chiflido del juguete y a los pequeños hombrecitos de plomo, arrojados unos contra otros, en medio de la cruenta guerra. Sin que lo advirtiera Anselmo, se hizo de noche y un sobrecogimiento le invadió, al sentir la trémula brisa del mar en la noche, pero no sintió ningún deseo de abandonar la buhardilla, por el contrario, revolvió en el fondo del arcón en busca de nuevas emociones.

                         Halló, entonces, un pequeño estuche afelpado y un desgastado libro en cuyo lomo aparecía escrito su nombre en braille: "La cárcel de cristal". Un antiguo resquemor le estremeció. Mucho había sufrido años atrás con su lectura, mas no recordaba el motivo. Abrió el estuche y en su interior descubrió un minúsculo tubo de cristal a cuyo contacto se electrizaron los bellos de sus manos.

             En uno de los extremos del tubo, una perilla de goma le recordó que se trataba de un cuentagotas, recordó que aquel utensilio tenía mucha relación con el contenido del libro y estaba guardado en aquella caja por algo relacionado con sus palabras.

                         Jugueteó con la graciosa gomita, presionándola y soplando sobre su rostro por el estrecho orificio del cristal, mientras intentaba hacer memoria. Era placentero y relajante jugar con aquel pequeño artilugio. Presionaba la perilla, acercaba el orificio a su mano y sentía el aire, lo apoyaba sobre el brazo, soltaba la perilla y...

             ¡Entonces, recordó el misterio del cuentagotas! El protagonista de aquella historia de ficción era absorbido por un cuentagotas y quedaba prisionero, entre sus paredes de cristal, para el resto de su vida.

            ¡No era una historia de ficción, era una profecía!

No hay comentarios:

Publicar un comentario