Una
voz, altamente trémula y desesperada, flotaba en el ambiente, poluto de caros
aromas. Ni siquiera el ruido de los cientos de coches que circulaban por Gran
Avenida, al otro lado de la pared, podían apagar su plañir. Como un lamento de
muerte, penetraba en los oídos y se dirigía al cerebro con una velocidad
enloquecedora y crispaba el vello del cuerpo.
Las grandes cortinas de terciopelo
rojo lograban una casi perfecta continuación de las paredes, aislando
totalmente al gran salón del exterior, como las salas de infecciosos de un
hospital. Todo destilaba una cálida atmósfera erótica. El algodonoso papel
púrpura que revestía las paredes, los cómodos sillones de espuma y las menudas
ninfas de porcelana que adornaban las mesas de cristal tallado. El placer
estaba casi asegurado, simplemente se podía sentir una erótica sensación
cerrando los ojos. Sin embargo los fracs, los largos vestidos de noche y las
brillantes joyas, seguían impertérritos e
inarrugables, presidiendo el ambiente, donde los maniquíes que los
ostentaban, lucían su apática sonrisa, grabada entre las arrugas de sus caras.
Por un instante, tuve la intención
de comenzar a golpearles, lanzarlos al suelo con fuerza, convencido de que si
ello ocurriera, volverían a incorporarse como grandes tentetiesos. Y aún hoy,
de vez en cuando, salta el recuerdo a mi memoria y un cosquilleo de
arrepentimiento intenta censurarme, al no haberme decidido a hacerlo.
De pronto, absorto en mis
pensamientos y ausente de los histéricos silbidos y bocinazos, que emitían
aquellas grandes bocas recargadas de brillantes dientes y rodeadas de grandes
dosis de carmín, cuyos elogios sintéticos iban dirigidos a mi persona, descubro
sobre mi vaso un delicado rayo de luz intermitente, cuya blancura contrasta con
las luces rojas ambientales.
Seguí, interesado, su curso con la
vista y descubrí que provenía de una pequeña abertura entre las cortinas, por
donde no cesaban de entrar pequeñas mariposillas negras, poblando, poco a poco,
el techo, creando un oscuro cielo raso viviente.
Por un momento, me atemoricé y pense
en dar la alarma, pero la sola idea de observar sus reacciones ante el
descubrimiento, me hizo desechar la idea inicial y me recliné en el respaldo de
mi butaca, observando la lenta procesión.
Una vez cubierto el techo, y
amparándose en las sombras, una docena de mariposas comenzaron el ataque,
dirigiéndose con cautela a ocupar otros tantos lugares determinados en el
espacio y mantenerse inmóviles, como en espera de algo.
En seguida, me di cuenta de que no
eran simples puestos de observación, sino que todo formaba parte de un
estratégico plan de ataque, estudiado a fondo. La situación se había puesto
emocionante, nunca antes me había sentido tan interesado por nada. Iba a
asistir, seguramente, a un acontecimiento excepcional, que mucha gente hubiera pagado
por observar.
De pronto, una de las mariposas
emprendió el vuelo rápidamente y fue a pararse sobre la oreja de uno de
aquellos abúlicos calvos. Maquinalmente el hombre dirigió su mano hacia la
oreja y la mariposa, casi a la velocidad de la luz, volvió a ocupar su lugar en
el techo, mientras otra de las que estaban ocultas, se posaba suave, pero
velozmente sobre la calva, provocando un nuevo movimiento reflejo de la mano,
con la consiguiente huida y vuelta e reproducirse de la misma acción, otra vez,
directamente a la oreja contraria. Esta vez, al movimiento de la mano le
acompañó un giro del tronco hacia atrás y una mirada, con aire increpante,
dirigida hacia la persona que tenía a su espalda. Me lo estaba pasando en
grande y mi admiración por la asombrosa coordinación de movimientos de las
mariposas, iba en aumento, a medida que evolucionaba el perfecto vals, que
estaban interpretando con sus vuelos.
La última mariposa que había
aparecido en escena, favorecida por el gesto del hombre, no necesitó la huída.,
sino que pudo aprovechar la situación para elegir uno de esos ostentosos
peinados, ahuecados y lacados, para introducirse tranquilamente y utilizarlo como acogedor refugio.
Así fueron actuando, una tras otra,
hasta que todos los puestos estratégicos, ocultos a la vista del enemigo,
estuvieron cubiertos. La maniobra se había realizado velozmente, pero sin
olvidar, en ningún momento, la cautela. Todas parecían saber que, cuando se
librara la batalla final, serían muchas las que perderían la vida en ella, tal
vez, más de las que pudieran celebrarlo.
Cuando la última estuvo a punto,
comenzó la gran invasión. Corrían ante mis ojos, como pequeños espectros y, por
donde quiera que pasaban, sembraban el pánico en aquellos pobres monigotes que,
como por arte de magia, recobraron la movilidad y llenaron de un lento
dinamismo ensordecedor, el gran salón, dirigiéndose hacia la salida con parsimonia,
a pesar del pánico del que eran presa. Ni siquiera esto, les hacía correr.
Pasado un rato, me encontré solo,
frente al gran enjambre de lepidópteros, que no paraban de danzar de un lado a
otro sin molestarme en ningún momento.
Hasta que se encendieron las
cegadoras luces y se desvanecieron en el aire, como si de partículas de luz se
tratase realmente y me encontré en medio del salón, rodeado de butacas, bajo
una enorme bola forrada con pequeños cristalitos, que giraba, cada vez más
lentamente, mientras un joven muchacho, que había permanecido oculto a mis ojos
toda la tarde, murmuraba entre dientes, contrariado, una sarta de insultos
dirigidos a la nueva luminosidad que había interrumpido impertinentemente los halagos
amatorios que dispensaba a su bella compañera.
Luego, no alcanzaba a comprender lo
vivido, mientras volvía a casa, solo, como de costumbre. ¿Había estado
despierto todo el tiempo o…?
No
había tomado nada y lo había vivido, lo juro.
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