jueves, 15 de marzo de 2018

La discoteca



Una voz, altamente trémula y desesperada, flotaba en el ambiente, poluto de caros aromas. Ni siquiera el ruido de los cientos de coches que circulaban por Gran Avenida, al otro lado de la pared, podían apagar su plañir. Como un lamento de muerte, penetraba en los oídos y se dirigía al cerebro con una velocidad enloquecedora y crispaba el vello del cuerpo.

            Las grandes cortinas de terciopelo rojo lograban una casi perfecta continuación de las paredes, aislando totalmente al gran salón del exterior, como las salas de infecciosos de un hospital. Todo destilaba una cálida atmósfera erótica. El algodonoso papel púrpura que revestía las paredes, los cómodos sillones de espuma y las menudas ninfas de porcelana que adornaban las mesas de cristal tallado. El placer estaba casi asegurado, simplemente se podía sentir una erótica sensación cerrando los ojos. Sin embargo los fracs, los largos vestidos de noche y las brillantes joyas, seguían impertérritos e  inarrugables, presidiendo el ambiente, donde los maniquíes que los ostentaban, lucían su apática sonrisa, grabada entre las arrugas de sus caras.

            Por un instante, tuve la intención de comenzar a golpearles, lanzarlos al suelo con fuerza, convencido de que si ello ocurriera, volverían a incorporarse como grandes tentetiesos. Y aún hoy, de vez en cuando, salta el recuerdo a mi memoria y un cosquilleo de arrepentimiento intenta censurarme, al no haberme decidido a hacerlo.

            De pronto, absorto en mis pensamientos y ausente de los histéricos silbidos y bocinazos, que emitían aquellas grandes bocas recargadas de brillantes dientes y rodeadas de grandes dosis de carmín, cuyos elogios sintéticos iban dirigidos a mi persona, descubro sobre mi vaso un delicado rayo de luz intermitente, cuya blancura contrasta con las luces rojas ambientales.

            Seguí, interesado, su curso con la vista y descubrí que provenía de una pequeña abertura entre las cortinas, por donde no cesaban de entrar pequeñas mariposillas negras, poblando, poco a poco, el techo, creando un oscuro cielo raso viviente.

            Por un momento, me atemoricé y pense en dar la alarma, pero la sola idea de observar sus reacciones ante el descubrimiento, me hizo desechar la idea inicial y me recliné en el respaldo de mi butaca, observando la lenta procesión.

            Una vez cubierto el techo, y amparándose en las sombras, una docena de mariposas comenzaron el ataque, dirigiéndose con cautela a ocupar otros tantos lugares determinados en el espacio y mantenerse inmóviles, como en espera de algo.

            En seguida, me di cuenta de que no eran simples puestos de observación, sino que todo formaba parte de un estratégico plan de ataque, estudiado a fondo. La situación se había puesto emocionante, nunca antes me había sentido tan interesado por nada. Iba a asistir, seguramente, a un acontecimiento excepcional, que mucha gente hubiera pagado por observar.

            De pronto, una de las mariposas emprendió el vuelo rápidamente y fue a pararse sobre la oreja de uno de aquellos abúlicos calvos. Maquinalmente el hombre dirigió su mano hacia la oreja y la mariposa, casi a la velocidad de la luz, volvió a ocupar su lugar en el techo, mientras otra de las que estaban ocultas, se posaba suave, pero velozmente sobre la calva, provocando un nuevo movimiento reflejo de la mano, con la consiguiente huida y vuelta e reproducirse de la misma acción, otra vez, directamente a la oreja contraria. Esta vez, al movimiento de la mano le acompañó un giro del tronco hacia atrás y una mirada, con aire increpante, dirigida hacia la persona que tenía a su espalda. Me lo estaba pasando en grande y mi admiración por la asombrosa coordinación de movimientos de las mariposas, iba en aumento, a medida que evolucionaba el perfecto vals, que estaban interpretando con sus vuelos.

            La última mariposa que había aparecido en escena, favorecida por el gesto del hombre, no necesitó la huída., sino que pudo aprovechar la situación para elegir uno de esos ostentosos peinados, ahuecados y lacados, para introducirse tranquilamente  y utilizarlo como acogedor refugio.

            Así fueron actuando, una tras otra, hasta que todos los puestos estratégicos, ocultos a la vista del enemigo, estuvieron cubiertos. La maniobra se había realizado velozmente, pero sin olvidar, en ningún momento, la cautela. Todas parecían saber que, cuando se librara la batalla final, serían muchas las que perderían la vida en ella, tal vez, más de las que pudieran celebrarlo.

            Cuando la última estuvo a punto, comenzó la gran invasión. Corrían ante mis ojos, como pequeños espectros y, por donde quiera que pasaban, sembraban el pánico en aquellos pobres monigotes que, como por arte de magia, recobraron la movilidad y llenaron de un lento dinamismo ensordecedor, el gran salón, dirigiéndose hacia la salida con parsimonia, a pesar del pánico del que eran presa. Ni siquiera esto, les hacía correr.

            Pasado un rato, me encontré solo, frente al gran enjambre de lepidópteros, que no paraban de danzar de un lado a otro sin molestarme en ningún momento.

            Hasta que se encendieron las cegadoras luces y se desvanecieron en el aire, como si de partículas de luz se tratase realmente y me encontré en medio del salón, rodeado de butacas, bajo una enorme bola forrada con pequeños cristalitos, que giraba, cada vez más lentamente, mientras un joven muchacho, que había permanecido oculto a mis ojos toda la tarde, murmuraba entre dientes, contrariado, una sarta de insultos dirigidos a la nueva luminosidad que había interrumpido impertinentemente los halagos amatorios que dispensaba a su bella compañera.

            Luego, no alcanzaba a comprender lo vivido, mientras volvía a casa, solo, como de costumbre. ¿Había estado despierto todo el tiempo o…?

No había tomado nada y lo había vivido, lo juro.

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